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Salir de las filas

Ana María Cano Posada
19 de mayo de 2016 - 08:01 p. m.

Un millón y medio de niños han sido alcanzados por la guerra en Colombia en los últimos 50 años. Esta contabilidad puede estar por debajo de la real dado que se enfoca en la subversión y es imposible censar lo que han hecho los otros grupos armados ilegales que encuentran en los niños la fuerza disponible más apta para usar sin reato, porque son los que acatan, temen e imitan.

Aunque la cifra es terrible, solo suma las causas de algunos que nacieron en la guerrilla, otros que han sido vinculados a ella y los demás que han desplazado por las armas.

Esta época tampoco es la primera en la que en Colombia la guerra ha visto desfilar niños al frente. Una dramática fotografía documenta cómo figuraban dentro de los soldados de la Guerra de los Mil Días, niños que usaban bayonetas y armas largas, mientras sus caras lucían el desamparo que esta función impuesta les producía.

No hay un tiempo desde entonces hasta hoy, en que los niños nuestros se hayan librado del destino que los adultos les trazan para apoyar sus demencias guerreras. Si bien la orfandad del campo es más apta para el reclutamiento fácil, el abandono urbano somete a los menores (palabra terrible para decir que tienen corta edad pero que en el fondo indica que son menos), a la violencia doméstica donde reciben cada día la falta de respeto hacia ellos y de los adultos allegados entre sí, como muestra de lo que será la vida entera que les sigue y que reproducirán. Esta rabia que incuban pronto y despacio con la ofensa, sirve para que la saquen con el que primero los convoque a la fantasía del poder, del miedo y de las armas. Este es un ciclo que se sucede y que explica la renuencia de esta guerra múltiple a cesar o a dejar de funcionar como método cotidiano de acción.

En la parte final de las conversaciones de La Habana con las Farc llegan al principio: el de la salida de todos los niños menores de 18 años que están en los campamentos guerrilleros. Entre 1999 y 2016 son 5.700 niños que han salido de las filas, atendidos por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, pero pueden quedar unos diez mil más en los distintos grupos guerrilleros. La Unicef celebra la hora que tienen los niños aquí para abandonar el lugar donde son maltratados de otra manera y busca ayudar a reintegrarlos a las familias o a sus comunidades a estos que perdieron toda afiliación y afecto por irse a jugar temprano con la muerte.

Pero ¿cómo construye ahora la sociedad la convicción de que son primero los niños, norma de supervivencia elemental?

Para comprobar los engendros a los que hemos llegado al arrebatar el afecto a la edad en que les es indispensable, abundan los testimonios de violencia escolar, familiar, vecinal, callejera, que recogen esta particular forma de inducir a la peor experiencia adulta posible a los que deberían estar ensayando su propio modo de habitar el mundo. Aquí en esta sociedad se les entrega el escudo más difícil de quitar, el que acuña la agresión y les dispara la defensa como otro nuevo ataque.

Es una cuota invaluable el que salgan de la guerra este puñado de muchachos. Pero ellos tendrán que encararnos con severidad sobre el país al que llegan, y cuestionarnos sobre cuál es el país que sigue, ese que tiene que ser otro que no pueda repetir la fórmula de dar solo acogida a quien vocifera o dispara. Un país capaz de jugar alguna vez a ser distinto. Donde todos los niños quepan en él.

 

 

 

 

 

 

 

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