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Sobre la ética de la riqueza

Mario Méndez
07 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

Oxfam, la ONG que integra a 17 organizaciones y tiene como lema “trabajar con otros para combatir la pobreza y el sufrimiento”, revela que el uno por ciento de la población más rica del mundo ostenta una fortuna equivalente a la suma de las riquezas que posee el 99 restante.

A la vez, señala que ese uno por ciento estaba representado en 2015 por 62 personas, cuando en 2010 la cifra era de 388 individuos; es decir, en cinco años se redujo aproximadamente a una quinta parte.

Entendemos la situación como resultado de la dinámica económica que prevalece en el mundo y no depende de la mala o buena fe de quienes manejan el poder global. Pero, ante un fenómeno que deja ver la inevitable acentuación de una brecha acusadora, no se puede seguir como vamos. Somos testigos de muchos foros y cumbres que, de acuerdo con sus propósitos, buscan aliviar las condiciones que viven millones de seres humanos, pero es evidente que en esos blablabladeros internacionales no se toman medidas de verdad efectivas para conseguir en forma paulatina un estado de equilibrio que acabe con esa mancha de la marginalidad que padecen tantos, frente a la apabullante situación de privilegio de unos pocos.

Esta mirada personal no responde a la ortodoxia económica, que uno puede conocer apenas por encimita, sino que recoge la visión humanística de quienes piensan que las cifras llegan ya a un momento en que todos, incluso quienes se benefician de las ventajas de este estado de cosas, deben tomar decisiones que vayan más allá de la palabrería. Con una óptica nada formal, creemos que la humanidad se debate en contradicciones insultantes y que atentan contra toda noción ética de la riqueza y producen repugnancia.

Si la mencionada dinámica de la actividad económica en el mundo conduce a una concentración galopantemente más marcada, la lógica y la justicia más elementales debieran encaminarse hacia una reestructuración histórica de la vida económica de la humanidad, pues no resulta defendible que tantos seres humanos soporten hambre y la insatisfacción de sus necesidades, mientras unos pocos abarcan y abarcan y abarcan sin que les resulte posible almorzar más de una vez.

Somos ilusos, hasta el ridículo quizás, pero es imperioso referirse a todo aquello que maltrate la conciencia del Hombre y, en lo de la brecha, la sociedad toda del planeta bien pudiera encontrar fórmulas que rompan con la racionalidad según la cual la actividad productiva (y especulativa) debe buscar y encontrar mayores márgenes de utilidad con la menor inversión posible, principio que está implícito en los objetivos de quienes se mueven en la danza económica.

Como la historia no se detiene y ninguna forma de organización social es eterna, es dable pensar que se deben hallar maneras incruentas de “ser” colectivo que beneficien a todos sobre la Tierra, con modos distributivos más justos. Así lo dejan ver los grandes hitos sociales desde sus comienzos, con un desarrollo tecnológico menos que precario, y cuando el hombre apenas se valía de la recolección de frutos silvestres y estaba lejos de descubrir la agricultura.

Aferrarse a la conservación de lo que resulta ineficaz para la vida equivale a proteger como sagrados los preceptos que dan origen a un mundo cada más vez más injusto.

*Sociólogo Universidad Nacional.

 

 

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