Para dejar de mirarnos el ombligo

Ignacio Zuleta Ll.
30 de julio de 2019 - 05:00 a. m.

¡Bravo, Egan Arley! Y que viva el verdadero liderazgo hecho de disciplina, humildad y solidaridad con el equipo; porque después de todo nos va mejor si pedaleamos juntos. Y gracias, sobre todo, por obligarnos a levantar un rato la mirada hacia otros mundos. Hemos estado tan ocupados con la guerra y la inequidad, con la corrupción de todas las esferas y con la dura supervivencia cotidiana que ya no vemos el panorama general del universo.

Los colombianos nunca hemos sido un pueblo abierto aunque el mito proclame lo contrario. Las migraciones han sido mínimas y difíciles y —con excepción de la acogida hasta ahora fraternal a los venezolanos pues somos de los mismos— en Colombia se han asentado cuando más unos pocos libaneses y sirios y un puñado de japoneses aplicados. No nos hemos abierto ni siquiera a nuestras propias culturas locales: los costeños no entienden a los paisas, los paisas son racistas, los chocoanos no conocen la música llanera, los nariñenses sienten más sensación de pertenencia con el sur del continente que con los bogotanos centralistas…

Los medios de comunicación masiva, incluyendo las redes, deberían ampliar los horizontes, pero en realidad los reducen a su manipulación en las pantallas. Hay una desculturización globalizada y nos fijamos en el corte de pelo de Neymar y en el bluyín a media nalga de los adolescentes gringos pero en realidad no exploramos sus culturas (ni las nuestras). Hemos perdido la visión periférica o nunca la tuvimos. No hemos aún logrado construir un propósito nacional.

Nuestra identidad, en apariencia fuerte y arraigada en lo local, se reduce a unas cuantas compincherías con paisanos, bailes tradicionales distorsionados por los folcloristas y los tres platos de comida típica. Pero nuestra capacidad para respetar la diversidad es limitada. Preferimos mirarnos el ombligo.

El país “estudiado” es una élite, nuestra televisión de una pobreza general ha sido la educadora en el hogar y aquí, como en toda civilización masificada, asistimos a lo que los filósofos han llamado la muerte del pensamiento crítico. Y con este bagaje, nuestra visión es limitada, habitamos mundos chiquitos que nos vuelven egoístas, intolerantes, cositeros, provincianos. Y mientras tanto, se nos escapan las apasionantes fluctuaciones de la vida y la cultura en el planeta, tanto como pasan desapercibidas las riquezas locales que tenemos, por ejemplo, en las etnias aborígenes, que despreciamos aunque sus cosmovisiones nos darían sopa y seco a los demás colombianos, mestizos a la deriva en un océano amorfo.

Hay soluciones, desde luego. Se llaman educación de calidad, pública y gratuita, televisión educativa, becas e intercambios que no se basen en la usura, integración a la europea empezando con nuestros hermanos continentales. Hemos debido ser desde el comienzo, además, un país federado de cinco regiones naturales que eran tan ricas como disímiles y no una falsa nación centralizada, pero esa es otra historia. En todo caso, ¡gracias, Egan! Ese triunfo, que ya quisiera la política lograr con sus marrullas, nos permite un asomo de unión e identidad que nos representa en el mundo de allá afuera. Y gracias por promover en un planeta malherido la fantástica cultura de la bici.

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