Pasemos a otro tema

Tatiana Acevedo Guerrero
18 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

Colombia tiene la segunda población más grande de afrodescendientes en América Latina, después de Brasil. Pese a que el Caribe colombiano fue el principal puerto y centro de comercio de africanos esclavizados en América del Sur, la mayoría fue enviada a trabajar en las minas de oro situadas en el Pacífico. Tras la abolición de la esclavitud, los afrocolombianos siguieron siendo objeto de múltiples discriminaciones. Profesores como Nancy Appelbaum y Peter Wade han explicado cómo durante los siglos XIX y XX gobiernos, políticas y discursos mapearon una jerarquía racial en las diferentes regiones del país. De esta forma, se desarrolló un discurso racial que asoció algunas regiones “blancas” con el progreso y otras, calificadas como “negras” o “indígenas”, con desorden y peligro.

Cabe recordar que las referencias raciales a las que el color de piel alude no son características objetivas de las personas, sino un producto de trayectorias de exclusión particulares. Así, ser afrodescendiente tiene diferentes significados según el contexto geográfico e histórico. Colombia alberga múltiples formas de ser afrocolombiano, negro, raizal o palenquero. Estas han sido producidas por historias específicas y relaciones de poder en las regiones y departamentos. En general, sin embargo, los afrodescendientes han estado marginados en términos de inversión en infraestructura, desarrollo socioeconómico y poder político.

La resistencia política negra en Colombia ha sido fuerte desde los 70, cuando grupos universitarios urbanos se inspiraron en el Movimiento por los Derechos Civiles de Estados Unidos. La situación cambió hacia los 90, con la movilización de las comunidades rurales de la costa del Pacífico. Trabajando con el apoyo de la Iglesia y de sectores de la academia, comunidades rurales de la costa del Pacífico establecieron alianzas temporales con grupos indígenas y negociaron derechos colectivos, movilizándose en torno a una identidad étnica. Poco después, y en un momento de reconocimiento latinoamericano del multiculturalismo, la Ley 70 les otorgó títulos de propiedad colectivos. Estas poblaciones fueron particularmente victimizadas durante la contrarreforma paramilitar y son estas las que han tratado de sobreponerse al desplazamiento de sus tierras ancestrales.

Afrodescendientes asentados en departamentos del Caribe han seguido diferentes caminos. Muchos viven en ciudades y la “afrocolombianidad” no es algo con lo que necesariamente se identifican. Algunas organizaciones han señalado que en el censo de 2005 poblaciones urbanas decidieron no elegir esta categoría debido, entre otras cosas, al estigma asociado. En ciudades como Cali, Barranquilla o Medellín características raciales y de clase se superponen, se confunden y se mezclan: las relaciones cotidianas entre lo “negro” y lo “blanco” pueden observarse, por ejemplo, en las rutinas de empleadas domésticas afrodescendientes trabajando para familias blancas.

Hoy las condiciones socioeconómicas de los afrocolombianos en costas, veredas y ciudades ponen de relieve desigualdades desmedidas. Los datos del último censo mostraron que la esperanza de vida para los hombres afrocolombianos es inferior al promedio nacional, la mortalidad infantil para las niñas afrocolombianas es más alta que el promedio nacional y el desempleo es más alto para los afrocolombianos. No obstante, no se pronuncia en la campaña presidencial ni una palabra sobre políticas encaminadas a la reparación de esta situación. Entretanto, el jueves en Medellín la concejal Daniela Maturana denunció que en esta ciudad “el 9,6 % de los niños afrodescendientes menores de 12 años están desescolarizados”. Esta semana la comunidad de Guapi rechazó el asesinato de dos de sus líderes sociales, que se suman al listado de medio centenar de líderes asesinados en el último año en el Pacífico.

 

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