¿Por qué no la pena de muerte?

Yesid Reyes Alvarado
21 de agosto de 2009 - 03:11 a. m.

PESE A QUE EL CIUDADANO COMÚN no suele ser consciente de ello, la aplicación estatal de una sanción sólo es legítima cuando cumple los fines para los que fue creada.

Aun más, en puridad de términos, el Congreso sólo puede implantar una pena después de haber establecido cuáles son las finalidades que a su modo de ver debe cumplir. Esa es una parte muy importante de lo que constituye la política criminal de un Estado.

Detrás de las normas que consagran la cadena perpetua está la pretensión de evitar que el condenado pueda volver a cometer delitos; si se observan las motivaciones que acompañan la iniciativa de incorporar dicha figura en la Constitución, se podrá apreciar que esa es una de las esgrimidas por sus impulsores. Aducen que esa clase de criminales son incorregibles desde el punto de vista médico y social, razón por la que sólo existe una forma de evitar que sigan delinquiendo: encerrarlos de por vida.

Desde el punto de vista práctico, la prisión no garantiza que sus ocupantes sean fieles a la ley; por el contrario, es bien sabido que en el interior de las cárceles es frecuente la comisión de ilícitos como lesiones personales, hurtos, violaciones, tráfico de estupefacientes, extorsiones y homicidios. En aquellas legislaciones que prevén la posibilidad de que las personas condenadas a perpetuidad puedan recuperar su libertad después de cumplida una parte de la condena, es todavía más claro que esa medida punitiva no garantiza la eliminación de la reincidencia.

Entre todo el catálogo de sanciones imaginables, la única que ofrece la certeza de que quien la recibe jamás vuelve a cometer un crimen, es la pena capital. Por esa razón, si quienes impulsan el referendo de la cadena perpetua buscan garantizarle a la sociedad que los autores de una modalidad delictiva específica no vuelvan a contrariar la ley, deberían abogar por la implantación de la pena de muerte como única alternativa real para lograr ese objetivo. Encarcelar delincuentes por el resto de sus días, sin posibilidad alguna de que puedan reincorporarse a su ambiente familiar o social, equivale a su desnaturalización como seres humanos reduciéndolos a la condición de animales rabiosos. No creo que haya una razón jurídica o religiosa para sostener válidamente que ésta es una pena más benigna que la capital. Afirmar que aquélla es preferible porque no sacrifica el preciado don de la existencia ayuda a calmar la propia conciencia, pero demuestra una visión muy pálida de lo que es la vida.

Contra lo que pudiera pensarse de lo hasta aquí escrito, no soy partidario de la pena de muerte. Tampoco lo soy de la prisión de por vida en cuanto pone de presente que el Estado rehúye su obligación de buscar la rehabilitación de los delincuentes sin problemas mentales y la recuperación médica de quienes cometen crímenes como consecuencia de trastornos psicológicos. Entiendo que es más barato encerrar a alguien de por vida que mejorar las condiciones de educación y salud de la población como forma de combatir los abusos sexuales a menores de edad; pero con esa misma lógica perversa, podría afirmarse que es más barata la pena de muerte que la prisión perpetua.

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