Precisiones

Francisco Gutiérrez Sanín
24 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

Las dos semanas agitadísimas que acaban de pasar estuvieron marcadas por sendos eventos sobre los que vale la pena hacer unas precisiones simples.

Comencemos con la no extradición de Santrich. ¡Cuántos litros de adrenalina nos costó! El inefablemente opaco Néstor Humberto Martínez lo aprovechó para rasgarse las vestiduras por enésima vez, Duque hizo lo propio, el Centro Democrático (CD) entró en colapso y volvió a airear su propuesta de constituyente, los juristas nos regalaron sus sesudas reflexiones. Pero una vez se calmó un poco el barullo, quedó claro que la prueba reina que sacaron a relucir a la hora de la nona y de consuno el CD, el Gobierno, la Fiscalía y Whitaker tenía tres características. Primera: no se había compartido con la Justicia Especial para la Paz (JEP), algo inaudito sobre lo que aún no se ha pedido explicación al jefe de Estado. ¿Es que él y sus amigos estaban agazapados esperando a que la JEP tomara una decisión para caerle encima? ¿No valdrá la pena pedir cuentas sobre el asunto? Segunda: se obtuvo por medios francamente ilegales, como RCN Radio le sonsacó al propio Martínez, con tirabuzón, pero de manera muy explícita. Tercera: sí, la nueva grabación es en efecto un mar de equívocos —no menos que eso, pero tampoco más—.

Ahora pasemos a la denuncia que hizo The New York Times sobre la existencia de instrucciones dentro de las Fuerzas Armadas que podrían estar invitando a una reedición del espantoso capítulo de los falsos positivos. De nuevo contemplamos la ritual puesta en escena de indignaciones cuidadosamente libreteadas, con la división de trabajo de rigor: el ministro Botero declarándose decepcionado por haberle entregado toda la información al periodista y después darse cuenta de que le sería infiel; la Cabal en lo suyo, amenazando; todos rasgándose las vestiduras por ocasión ene más uno. Pero terminaron retirando discretamente la directiva que decían que no existía. Varios periodistas se han declarado alarmados por la posibilidad de que se esté sometiendo a tercer grado a los oficiales que supuestamente están detrás de las filtraciones que dieron origen al artículo.

Una vez más, vale la pena hacer un par de precisiones sobre el episodio. La principal es la incapacidad de este Gobierno de tener una conversación seria y adulta sobre temas de vida o muerte. Entre la cascada de declaraciones que dio Botero después de la publicación del artículo en el diario estadounidense, por ejemplo, hizo una que pasó desapercibida, pero que me llamó mucho la atención: dijo que se habían dictado cientos, o miles, de horas de cursos de derechos humanos a miembros de la fuerza pública, y que eso era algo fantástico, asombroso. Tanto, que el propio Botero se exaltó casi hasta las lágrimas.

Pero tanto la “prueba” como el vacuo entusiasmo son testimonio de un doble infantilismo: de quien habla y del interlocutor imaginario a quien trata de engrupir. Pues la perspectiva adulta necesariamente tiene que indagar sobre incentivos y desenlaces, no sobre “hechos bonitos”. Los incentivos, por desgracia, están ahí a la luz pública; no necesitamos un acucioso sabueso, ni un periodista valiente, para que los desentierre. Como lo dije en una columna anterior, su espíritu se puede resumir de manera sencilla: garantizar el máximo de impunidad durante la mayor cantidad de tiempo posible, castigar duramente a los miembros de la fuerza que denuncien. Muchos oficiales, sea por integridad y decencia, sea por razones pragmáticas, ven mal aquellas cosas; pero el sistema de incentivos es propicio a ellas. Ese mismo ministro Botero que casi lagrimeaba con sus cuentos de hadas no se indignó una sola vez cuando asesinaron y destriparon a Dimar Torres. En cambio, se quería morir de la rabia cuando el general Villegas le pidió perdón a la comunidad. Entiendo que trasladaron al general, lo insultaron y lo mandaron al ostracismo. Con el artículo del NYT quieren hacer lo mismo.

 

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