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Proponiendo un neologismo

Francisco Gutiérrez Sanín
20 de marzo de 2009 - 04:00 a. m.

QUÉ MANERA EXTRAÑA LA DE FUNcionar de este gobierno.  El Vicepresidente amanece con el mico al hombro, o tiene el corazón partido porque un directivo de una ONG gringa lo miró feo, y se despacha contra el Plan Colombia en el momento en que su jefe, Álvaro Uribe, inicia una gran cruzada contra las drogas que incluye castigar la dosis personal, etc.

Es decir, el capitán propone perseguir a todo lo que se le atraviese —no sólo a las ballenas, sino a toda la vida marítima, incluido el plancton— y el segundo de abordo dice acucioso: sí, hay que hacer eso, pero con menos gente, menos comida y en general menos recursos. Ahora bien, aquella cruzada —que va en contra de los intereses estratégicos del país— fue declarada en medio de una total improvisación, prometiendo tomar medidas absurdas y a medio cocinar, que obvio (y afortunadamente) no se pueden poner en práctica. A veces me parece que todas estas gentes están listas para que se las someta a un tribunal terapéutico. Correlativamente, cada vez me convenzo más de que parte de nuestra (relativa) tranquilidad depende de su incapacidad para adelantar sus planes. ¡Oh ineptitud, cuánto nos proteges!

En un sondeo reciente, sólo una minoría de los encuestados dijo creer que somos una democracia. De pronto el porcentaje se hubiera duplicado si la pregunta hubiera sido: ¿cree usted que somos una despelote-cracia? En efecto, es fácil documentar el enorme grado de fragmentación y desorden que existe dentro de nuestro equipo dirigente. Un académico cuidadoso podría hacer el conteo de las múltiples peleas públicas y contradicciones severas habidas en su seno desde 2002 hasta hoy; se hallaría ante un nutrido material, difícil de igualar por su densidad y confusión. Un conteo independiente consistiría en las decisiones tomadas al calor de un arranque emocional (muchas de ellas revertidas al día siguiente en el mismo espíritu). Sumando las dos cronologías, apenas tendríamos —en estos ocho largos años— un par de semanas libres de improvisación y kitsch.

Esta situación es a la vez un síntoma elocuente y una causa de deterioro del aparato del Estado. En los regímenes políticos en los que el caudillo se va autonomizando del sistema institucional de contrapesos y controles mutuos, las burocracias y tecnocracias van sufriendo un debilitamiento de facto, que incide directamente sobre la calidad de la toma de decisiones. Un aspecto particularmente doloroso de la situación colombiana es que aquí hemos tenido un fuerte y compacto, aunque reducido, equipo de burócratas con buena preparación y muy motivados; un tesoro poco común para los países con nuestro nivel de desarrollo.

Muchos de ellos fueron uribistas de primera hora: les atraía la imagen de un gobierno de técnicos (y liberal en lo económico). Con lo que se han encontrado es con una ruda e inestable coalición de politicastros regionales, encabezada —en la cima— por gentes que, sean o no santos, hacen su propio juego y carecen de cualquier noción de majestad del Estado. ¿Se darán cuenta, ellos y otros, de que todo —desde el simple sentido de la conservación hasta las nociones básicas de estética— nos invita a superar la etapa de la despelote-cracia?

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