¿A qué jugamos?

Aura Lucía Mera
17 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Se acercan las elecciones y cada día que pasa siento como si un aire enrarecido me estuviera asfixiando cada vez con más fuerza. De nada sirve haberme apartado de los noticieros, marginarme a propósito de cualquier opinión política, encerrarme a leer en el apartamento, dejar que Netflix me lleve a otros lugares y a otros crímenes hasta quedar con los ojos cuadrados, meditar y dejar la mente en blanco, repetir cualquier mantra mientras estoy atascada en los trancones para prohibirme pensar, sumergirme en las noches entre las páginas de los últimos libros comprados en Oiga, mire, lea...

Nada resulta. Siento la atmósfera cargada de tigre. Nubarrones escondidos detrás de unos cielos azules de este verano hirviente de Cali. Los presiento. Agazapados. Jugando a ser invisibles. Pero ahí están. Los siento. Y no solo en Cali sino en todo el país, desde la capital hasta las veredas que aún no tienen nombre. Como si algo sórdido se estuviera gestando, como si la atmósfera estuviera preñada de alguna sustancia venenosa.

Veo esos meses en que renació la esperanza de la paz como algo lejano. Cuando el olor a sangre ya se estaba evaporando y un nuevo aroma se sentía al respirar, regresa el hedor a muerte y violencia. Un hedor peculiar de color negro, amenazador. Es como si un fantasma frío se acercara paulatina, implacable y lentamente, como cuando los ríos se comienzan a desbordar iniciándose suavemente, como si sus aguas estuvieran jugueteando con la orilla.

Quiero huir de todo pero las noticias persiguen, las redes sociales se enredan en voces ponzoñosas y amenazantes, la polarización se desmadra; como el calentamiento de la tierra, el deshielo de los glaciares, incendios e inundaciones, huracanes y sequías. Todo se está saliendo de cauce y en este país se siente todo más fuerte, porque estamos encerrados entre tres cordilleras polarizadas, nuevamente teñidas de sangre y ad portas de unas elecciones demenciales por su falta de contenido ideológico y su exceso de intolerancia, corrupción y ambición de poder.

Se juega con el odio. Se juega a despertar los instintos más primarios. Se juega a calumniar y desprestigiar al contrincante. Se juega a que el que más grita e insulta más poder tiene. Se juega a que callemos o nos callen. Se juega a asesinar candidatos sin escoltas. Se juega a matar líderes sociales tildándolos de terroristas. Se juega a amedrentar a los soldados de cualquier rango que quieran decir la verdad. Se juega a la amenaza y la calumnia. Se juega a la guerra con Venezuela. Se juega a “los buenos somos más que los malos”. Se juega a darle candela a la lucha de clases. Se juega a “oligarcas contra pobres”. Se juega alterando vallas de candidatos. Se juega a alimentar el miedo.

¿A qué estamos jugando? ¿No estamos saciados de la sangre derramada durante más de medio siglo? ¿Queremos más? ¿No sentimos vergüenza al mirar de frente las fotografías-testimonios de Jesús Abad Colorado? ¿De qué material corrosivo y putrefacto estamos hechos los colombianos? ¿Seremos capaces de parar esta locura?

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