¿Qué nos pasa?

Santiago Montenegro
05 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

La gran mayoría de los académmicos y analistas estén de acuerdo en que el mundo continúa enfrentando una severa crisis política y económica, pero no tienen un acuerdo sobre sus causas.

Una primera línea de interpretación argumenta que estos problemas son básicamente consecuencia de la Gran Recesión, que comenzó con la quiebra de Lehman Brothers y se extendió por todo el mundo. El temor a perder el empleo, el desplome del precio de las viviendas por debajo del valor de las deudas hipotecarias, la caída o el estancamiento de los salarios reales, entre otros factores, se aducen como trasfondo de la crisis política. Así, el miedo se apodera de la gente y desencadena otros sentimientos, como la rabia, la envidia, la retribución, el señalamiento de culpables, cuando no la violencia verbal o física.

Una segunda línea de interpretación es geopolítica y de más largo plazo y argumenta que, si bien la Gran Recesión ha jugado su parte, su trasfondo es el desmoronamiento del ordenamiento que se construyó después de la Segunda Guerra Mundial, además de la ascensión de China a gran potencia económica y política mundial. Mal que bien, la llamada Guerra Fría tuvo ciertas reglas y convenciones, determinó zonas de influencia para las superpotencias, produjo fuertes y consistentes narrativas ideológicas, todo lo cual ordenó e hizo predecible las relaciones internacionales durante varias décadas. La profundidad y larga duración de la crisis de Siria, con las migraciones y sus devastadores efectos en Europa, por ejemplo, ha sido en gran parte consecuencia de ese desorden en las relaciones internacionales, que se produjo después de la caída del Muro de Berlín.

Una tercera línea de interpretación escapa a la economía y a la geopolítica y acude mas a la sociología y a la filosofía. Su dimensión temporal no son los decenios, sino los milenios y, así, sitúa el origen de la crisis en el advenimiento de la misma modernidad o, más bien, en el éxito de la modernidad, porque, como plantea Steven Pinker en su último libro, jamás la humanidad había estado tan bien como en la actualidad. Según este enfoque, las recesiones económicas y las crisis políticas son importantes, pero solo porque ellas sacan a flote una insatisfacción mas recóndita y más irascible. Los logros de la modernidad son el producto de una concepción que puso al ser humano como el centro del universo, con sus derechos inalienables, con su autonomía y agencia, su libertad y sus derechos políticos. Pero, al ponerse como un sujeto central, no solo se alejó de Dios, el ser humano también se aisló del mundo, al cual comenzó a concebir y a utilizar como un insumo a su total disposición, guiado exclusivamente con una racionalidad matemática, que lo permeó todo y consagró solo lo útil, lo medible y lo eficiente. Así, se argumenta, logró niveles de vida material jamás imaginados, pero sacrificó el “mundo de la vida,” el abrigo de la comunidad, la conciencia moral colectiva y la inmediatez de las relaciones personales. Además, al consagrar una racionalidad de la certeza, olvidó que él es, ante todo, duda, pregunta, crítica y proyector de otros mundos.

Quizá cada uno de estos enfoques tenga alguna parte de la razón. Pero el solo hecho de que tengamos que acudir a tal variedad de disciplinas señala no solo la severidad la crisis, sino nuestra orfandad para interpretarla.

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