“¿Cuánto ha costado que mejore la seguridad en Colombia?”, le preguntó un periodista al entonces mandatario Uribe Vélez en septiembre de 2008. “Un esfuerzo muy grande”, respondió el presidente. “Han pagado los sectores más ricos de la nación con un impuesto de patrimonio que se les derramó. Pero todavía no estamos al otro lado. Hemos mejorado mucho. Vamos por buen camino”.
En estos días, los siguientes al primer informe del Caso 003 de la Jurisdicción Especial para la Paz, que investiga las ejecuciones extrajudiciales, hay que volver a la pregunta sobre los costos no sólo de las percepciones de tranquilidad que inundaron a Colombia durante los periodos de la Seguridad Democrática, sino también de la “confianza inversionista”. Pues la tragedia nos habla de la relación constitutiva entre violencia estatal y capitalismo.
La mentada política de Seguridad Democrática se construyó con la plata de los Estados Unidos y abarcó la continuación de la ofensiva contra las Farc-Ep —que ya había comenzado Pastrana con esos fondos—, una paz firmada con los paramilitares y una serie de incentivos de guerra. Estos últimos fueron desde recompensas en pesos a desertores, cooperantes, informantes y soldados campesinos hasta premios y espaldarazos a militares exitosos en la erradicación del “terrorista” (pues en los ojos del Gobierno y los gringos, en Colombia no existía conflicto armado interno).
En medio de este despliegue, florecieron los negocios de muchos. “Se atrae esa confianza inversionista con un gran compromiso de darle garantías a la inversión”, explicó Uribe Vélez durante su periodo, “mientras en América Latina hay otros países hostiles a la inversión, el nuestro le da todas las garantías”. Sus ministros nos contaron sobre una mejora continua de los indicadores macroeconómicos, la reducción del déficit y del endeudamiento. “Hemos insertado una serie de estímulos tributarios para fomentar la inversión. Hemos creado el concepto de zonas francas”, afirmaban. Celebraban acuerdos con muchos países: acuerdos de comercio, acuerdos de respeto recíproco de inversiones, acuerdos sobre grandes proyectos de infraestructura. Uribe Vélez reiteraba que los extranjeros podían venir y confiar en las bondades de una Colombia sin comunismo: “Si usted invierte en Colombia hoy 100 euros, el Gobierno le da una deducción tributaria de 40 euros”, expuso en una entrevista. “¿Para qué? Para ayudarle a invertir. Porque esa inversión es la que ayuda a crear empleos”.
Pero empleos era lo que no tenían los hombres jóvenes asesinados por el Ejército Nacional. En cada historia sobre ejecuciones extrajudiciales hay una promesa de trabajo. Una esperanza por un futuro mejor. Vengan a trabajar como coteros. Como celadores. Como obreros de construcción. Como raspachines de coca. Siempre estos hombres, desde veredas y barrios, salieron detrás de la ilusión de trabajo.
La matanza fue posible porque era muy fuerte la borrachera colectiva que se felicitaba por un triunfo nacionalista sobre la subversión. El conteo ascendente de enemigos muertos de las guerrillas de las Farc-Ep y el Eln atizaba estos entusiasmos de carreteras seguras, berraquera y crecimiento económico. Y quizá también por la deshumanización, en el discurso político y cultural, de los hombres que desaparecían mes a mes. Eran muchachos, sardinos, diríamos en los Santanderes, que se paraban en las esquinas a esperar. O que frecuentaban el billar. Tanto quedó dicho en la excusa de que “no estaban recogiendo café”. Ante la conciencia patria tan amante de la limpieza social, estos hombres fueron bautizados como sospechosos. Acusados de vivir fuera de las normas de la sociedad y en violación de la autoridad de dios y del Estado. Según la discriminación de larga data contra los hombres pobres y jóvenes, se justificó la masacre.