Estamos a cinco años de la firma del Acuerdo de Paz. Desde entonces, muchas cosas, grandes y chiquitas, me han sorprendido sobre nuestros esfuerzos y discursos pacifistas. Una de ellas fue la conclusión por parte de Víctor Manuel Moncayo según la cual nuestros conflictos armados se debían al capitalismo (en un documento para una comisión a la cual también pertenecí).
Moncayo, exrector de la Universidad Nacional, ha escrito muchas cosas valiosas e interesantes, pero no creo que esta sea una de ellas (aunque advierto que cito de memoria). La proposición hace agua por todos los lados. Basta un minuto de reflexión para darse cuenta de que hay muchas violencias sin capitalismo y muchos capitalismos cuyas violencias son cuantitativa y cualitativamente muy diferentes a las nuestras. Nueva Zelandia es tan capitalista como nosotros; en muchos sentidos, de hecho, más. Y con seguridad tiene enormes problemas. Pero son diferentes. Miren no más su política y/o su tasa de homicidios.
¿Con seguridad ese país es un estándar poco realista para que nos comparemos con él? Al fin y al cabo, tiene entre seis y siete veces más producto interno bruto per cápita que nosotros. De acuerdo, aunque entonces no saquemos pecho con la entrada a la OCDE y cosas semejantes. Pero si miramos a nuestro alrededor y nos comparamos con nuestros vecinos, veremos que nuestro querido país aparece también aquí como el mal alumno de la clase en una materia fundamental: el respeto a la vida. Aunque la tasa de homicidios se ha mantenido a la baja, seguimos siendo uno de los países más violentos de la región y, peor aún, mantenemos la justificación de la violencia más extrema desde las alturas contra poblaciones vulnerables que desde ciertos círculos son consideradas “peligrosas” o “desechables”.
¿Por qué se puede mantener la infame guerra química (cuyo próximo capítulo ya anunciado con seguridad producirá muertos) contra el campesinado cocalero? Esas cosas no les pasan a nuestros vecinos Perú y Bolivia. Tampoco ocurren en el pobrísimo y aún invadido Afganistán (con un PIB per cápita entre diez y doce veces menor al nuestro). ¿Por qué el presidente puede callar (aún lo hace mientras escribo estas líneas), sin convertirse en un paria político y moral, sobre el grotesco y mortífero capítulo de los “falsos positivos”?
No busquen la respuesta a estas preguntas, que requieren de contestación urgente, en “el capitalismo”. De hecho, hay ya toda una literatura académica de muy buena calidad acerca de “las variedades del capitalismo”: este es un producto histórico que viene en muchas modalidades y empaques. Bueno: en nuestra variedad hay hechos y dinámicas que resultarían inconcebibles en otras. Por eso estamos como estamos.
Eso nos debería alertar sobre nuestras capacidades de ajuste y cambio. A juzgar por los desenlaces (el único criterio que vale aquí), las capacidades reformistas incluso de sectores políticos claramente bien intencionados han resultado limitadísimas, ciertamente mucho menores de lo que se necesita. Creo que a esto es a lo que se refería Hirschman cuando hablaba de “fracasomanía”. No a señalar que hay cosas que salen mal, porque muchas lo hacen, sino a la necesidad, en algunos contextos, de negar todo el pasado y anunciar el apocalipsis para obtener resultados que en el fondo son más bien modestos y lógicos. ¿Será que logramos superar nuestras limitaciones reformistas en punto a defensa de la vida sin caer en la fracasomanía?
La guerra química y los mal llamados falsos positivos son aquí pruebas de fuego. A raíz de un valioso informe que sacó Noticias Caracol sobre estos últimos, varias figuras públicas a quienes aprecio como ciudadano manifestaron su alarma. Ella me parece perfectamente genuina. Pero, creo, también insuficiente. ¿Qué harán? ¿Qué proponen? ¿Qué cambios necesitamos? Digo esto no para agredir —“trolear”, un verbo del nuevo ciberléxico que me encanta—, sino porque pienso que necesitamos promover un reformismo capaz de producir transformaciones que salven vidas.