Reliquias y basurales

Pascual Gaviria
13 de agosto de 2008 - 01:48 a. m.

ARAÑAR LA TIERRA ES SIEMPRE una apuesta riesgosa. La diferencia entre los tesoros que acaricia la brocha del arqueólogo y la basura que remueven las retroexcavadoras es sutil en la mayoría de los casos.

Las ciudades se estremecen cada que los constructores hacen su trabajo de psiquiatras levantando capas de asfalto, abriendo huecos, guaqueando para levantar sus torres prometidas. Sólo Las Vegas respira tranquila, no tiene pasado que mostrar ni huesos que esconder, sólo polvo y alacranes debajo de su pomposa utilería.

Hace unas semanas Budapest descubrió un hermoso recuerdo británico en las bases de un edificio menor. Una bomba de 2.000 kilos dormida desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, olvidada como un vulgar calentador de agua en el subsuelo de un restaurante en ruinas. Los bombardeos volvieron a los noticieros de televisión y algunos viejos recordaron con orgullo el pánico bajo los aviones. La ciudad volvió a mirar su cielo de humo luego del hallazgo de los obreros.

Los británicos también tuvieron hace poco noticias desenterradas, crónicas de ultratumba salidas de un famoso orfanato en la isla de Jersey. Sesenta y cinco dientes de leche enterrados en un sótano fueron suficientes para poner a temblar a la isla grande, a la dura madrastra de Jersey. Los masoquistas salieron a alquilar películas de terror olvidadas mientras los padres temerosos protegían a sus hijos de las sombras de los noticieros de la noche. Se dirá que son iguales los huesos nobles del cazador, negros al lado de sus puntas de piedra, y los huesos rotos de la víctima reciente, todavía calzando sus zapatos de oferta. Pero no, siempre será mejor la brutalidad del paleolítico que la del vecino. Por eso nadie tembló en Usme cuando aparecieron 1.500 tumbas muiscas sobre lo que iba a ser una colmena de viviendas populares. El asunto no era para alarmarse. Simplemente cambiará el nombre de letras doradas sobre la portería de la urbanización. Y vendrán los vendedores de plumas y cascabeles a gastar sus energías.

También son normales los arrebatos de nostalgia luego del estruendo de los martillos neumáticos. Porque hay ciudades lloronas por naturaleza. Hace unos años, en Medellín, se encontraron un par de pedazos de los rieles del tranvía. Lo que era un tesoro merecido para algún chatarrero fue tratado con la devoción justa para una reliquia. Faltó poco para una misa destinada a bendecir los restos. Los señores lloraban en las cantinas y las postales del tranvía eléctrico se agotaron. Las capas de asfalto tienen la virtud de convertir en venerable todo lo que cubren.

Los restos bajo nuestros desvelos de hoy son también una fuente inagotable para los supersticiosos. Debajo del nuevo estadio del Lille francés se encontró una ciudadela del siglo XVII. Ahora los hinchas van a fútbol con la convicción de los peregrinos y las tribunas invocan a los héroes de alguna guerra primitiva.

En España las cloacas romanas se han convertido en el terror de los constructores. No se puede arreglar un tubo porque aparece un sumidero romano. Se cubre con un vidrio, se ilumina y la gente camina mirando la majestad del antiguo desagüe. En otros tiempos las ruinas de mármol de los teatros romanos se utilizaban como canteras. Filas de picapedreros ante las columnas.

Como los pintores pobres, las ciudades van cubriendo su tela con un embeleco sobre otro. Casi siempre cometiendo errores, como Van Gogh, tapando el retrato de una mujer enigmática con un desabrido Parche de hierba.

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