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Rabo de ají

Salida de emergencia

Pascual Gaviria
26 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Los policías se han cansado de imponer comparendos. No quieren abrir sus libretas, ni llenar las planillas, ni perseguir a los simples caminantes. Ahora solo se dedican a ahuyentar las polillas que rondan las licoreras, a espantar a quienes visitan los parques, o buscan una rendija para tomar aire en las tiendas y los restaurantes a media reja. En algunas partes la policía ha entendido más pronto que los mandatarios y ha decretado una nueva normalidad más allá de los decretos oficiales. La calle entrega algo de realidad que es imposible con la careta acrílica desde las oficinas.

El presidente dice que el 90 % de la economía está andando. Desde hace días la gente se mueve con relativa libertad hacia sus trabajos. Las calles más trajinadas han vuelto a sus aforos y sus afanes. Sin embargo, desde muchas administraciones municipales y desde algunos despachos en las gobernaciones sigue primando una rigidez que tiene más que ver con las apariencias, con el ánimo de mostrarse implacable más allá de las evidencias. Los caprichos del poder han encontrado el parapeto de la ciencia y han hecho pasar por irresponsables los más simples reparos. Ahora los mandatarios dicen tomar decisiones atendiendo los consejos de su “equipo epidemiológico”. De modo que los ciudadanos deben hacer sus propios modelos pandémicos para poder opinar.

La histeria del cierre definitivo ha animado a una parte de la ciudadanía a intentar un control sobre sus vecinos, ha llamado a la desconfianza, a la necesidad de ver a los demás como una amenaza. En nuestras sociedades acostumbradas a resolver los problemas por la vía expedita de la agresión, algunos alcaldes han terminado alentando el “sapeo”. Lo que empezó como un reproche social ha terminado en el abuso de pequeños dictadores en porterías y barrios. El “castigo” de los grupos armados a los desobedientes ha crecido con un implícito de espaldarazo oficial. En Estados Unidos los estudios demuestran que las detenciones y las sanciones económicas han recaído sobre los más pobres y sobre la población históricamente discriminada. Entre nosotros es fácil imaginar a quienes han sido acusados por la Fiscalía por violar las cuarentenas y a quienes encabezan el ranking de comparendos recibidos.

Los cierres totales de parques, restaurantes, ciclovías o simples aceras para caminar y hacer ejercicio han terminado empujando a la gente hacia los encuentros clandestinos con mayores riesgos. Abrir un poco la válvula para permitir el contacto social en espacios abiertos, con cuidados que atiendan el sentido común, habría ahorrado contagios y desquicios. El contacto social no es un abuso ni una muestra de egoísmo, es un “artículo de primera necesidad” humana.

Parece que los ciudadanos hemos perdido las mínimas posibilidades de decisión, de aceptar la realidad y gestionar los riesgos. Los mayores de 60 tratados como niños, y los niños y adolescentes tratados como ancianos vulnerables cuando son los menos afectados por el virus. Más de diez países han abierto sus escuelas y colegios sin consecuencias de mayores contagios o muertes. Pero aquí, la mayoría de los días, los menores no pueden siquiera caminar con su padre o su madre en un parque. Ni hablar de sentarse a conversar un rato sin la asfixia de las pantallas y la omnipresencia paterna. Tampoco pueden montar en los peligrosos columpios COVID sellados con cintas. No importa que se adviertan mayores daños en la salud por esa larga permanencia en casa. La falacia del cuidado se tomó todos los ámbitos. No queda más que confiar en la fatiga policial y salir a tomar aire y algo más.

 

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