La medida fue dictada por el desespero, el hambre y la peste. Como la historia heroica se edifica con las acciones de seres a quienes se suele darles el carácter de impolutos, la anterior parece ser la única manera de decirlo sin que la memoria de la ciudad salga mal librada. Lo cierto es que el 13 de octubre de 1815, cuando iban 60 días del sitio de Pablo Morillo a Cartagena de Indias, la legislatura de la provincia, en cabeza de Juan de Dios Amador, su gobernador, aprobó unánimemente declararse súbditos de la Corona británica: “Salvemos el Estado de los horrores que debemos prometernos de un enemigo resentido y sanguinario —decía el gobernador—, ofrezcamos la provincia a una nación sabia y poderosa, capaz de salvarnos y gobernarnos, pongámosla bajo el amparo y dirección del monarca de la Gran Bretaña”. El rey Jorge IV no aceptó. Lo que sucedió después ya lo sabemos.
Pero no traigo a cuento esto como simple ejercicio de regodeo historiográfico. Hace ya bastante rato que Gustavo Bell lo explicó en un texto cuya gracia —más que en el episodio que relata con lujo de detalles— radica en los temas que proyecta y los caminos que abre. El hecho me asaltó en estos días viendo la tragedia que viven los habitantes de Providencia y Santa Catalina. En últimas se trata del Caribe: en aquel tiempo Cartagena estaba sola en otro tipo de tragedia y miraba a las Antillas. Específicamente a Jamaica, colonia británica con la que siempre había tenido —pese a los resquemores virreinales— una fuerte relación. Era por esa vía que se pretendía llegar al amparo de la corona británica, porque el remedo de unidad provincial que para entonces había en lo que luego sería Colombia no alcanzó para recibir ninguna ayuda de los territorios del interior. Han pasado más de 200 años y se supone que construimos una nación, pero lo que está pasando en Providencia y Santa Catalina pone en evidencia sus fisuras. Ahora no fue un gobernador, tampoco un funcionario de la administración del archipiélago, fue un simple raizal con sus rastas —precisamente lo más parecido a la imagen estereotipada que tenemos de los isleños— quien habló a través de un video que circuló en las redes. Lo hizo en creole, pero terminó en castellano porque sabe que es la única forma de que la nación —esa de la que administrativamente él también hace parte— le entienda.
Eran la voz y la imagen de un hombre angustiado que pedía que el Gobierno tratara a su gente como seres humanos; que dejaran de atropellarlos con unas ayudas ridículas para las que les exigen —incluso en medio de una tragedia donde se cayeron todas las redes de comunicación— entrar a una página de internet y registrarse. En Providencia y Santa Catalina no para de llover y las carpas que les dieron parecían hechas para una excursión de la Barbie con Ken. Hace casi un mes del paso del huracán Iota y la gente sigue mojándose. Todavía no llega una teja ni un pedazo de madera para la cacareada reconstrucción, y para colmo son azotados por enjambres de moscas y mosquitos. Súmenle a todo eso que el COVID-19 encontró en esa situación un escenario ideal.
Al final del video el hombre —lleno de rabia y dolor— no invoca la protección de ninguna nación extranjera, pero renuncia a su nacionalidad colombiana: “Yo no soy ningún fucking colombiano; yo soy chino mezclado con isleño y africano, y nunca voy a aceptar ser colombiano”. Quizá no renunció a nada. Quizá la nación nunca ha estado.