Se puede renunciar al poder

Eduardo Barajas Sandoval
25 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

Parecería contra natura, en la vida política de sociedades que en su escala de valores ponen por encima de toda consideración el ejercicio y el disfrute del poder, que haya gente que pueda renunciar al camino que con seguridad les llevaría de manera expedita hasta la cumbre. La idea de participar en la actividad política no tiene porqué generar la obligación de permanecer en ella y de ascender, como sea y a cualquier precio, hacia los escalones más altos, sin que nada sea obstáculo, o quedarse en el ejercicio de un cargo a toda costa.

Cuando se cometen equivocaciones es preciso reconocerlo, y si es necesario se debe proceder a retirarse de manera decorosa, en lugar de quedarse ahí, obstruyendo el flujo de la corriente de un partido, o permitiendo la degradación de una investidura, así sea simplemente por haber obrado con falta de tino. También es preciso irse cuando la autonomía y el criterio personales sean desconocidos por jefes que, con ánimo absolutista, se consideren dueños de fueros que no les corresponden.

A cualquier sociedad, o agrupación política, le conviene deshacerse de la jefatura de alguien cuyas credenciales no sean totalmente confiables, y no tiene que sostener o aguantar jefes con trayectoria opaca por su falta de criterio. Tampoco le conviene confiar el destino de las instituciones a quienes no han podido resistir los empujones de los depredadores, vengan de arriba o de abajo. En ambos casos con el retiro se fortalece el estado de derecho y no se generan dudas de esas que se extienden como manchas por todo el aparato estatal, el sistema político y la cotidianidad ciudadana.

En medio del concurso por la sucesión de Angela Merkel, tanto en su condición de figura definitiva del partido alemán de centro derecha, como en la de Canciller, esto es jefe del gobierno de la República Federal, figura prominente de la Unión Europea y estrella de la política internacional, Annegret Kramp-Karrenbauer se perfilaba como candidata prácticamente imbatible para sucederla en todos esos escenarios.

Annegret, que ya era líder del Partido Demócrata Cristiano, primer paso en el relevo de la señora Merkel, anunció su retiro de esa posición, lo mismo que de la competencia por la Cancillería, segundo paso, a raíz del descalabro político que para la línea tradicional de su partido, y de los partidos comprometidos con las instituciones republicanas de la postguerra, significó la alianza del centro derecha con los extremistas de “Alternativa para Alemania” en las elecciones regionales del Estado de Thuringia.

La ruptura del tabú de no realizar alianzas con partidos extremistas, aunque fuese con la idea de que el “efecto sifón” los debilitaría y atraería a sus miembros en favor de la derecha moderada, demostró la debilidad del liderazgo de la señora Kramp-Karrenbauer, así la maniobra no hubiese sido idea suya. Además de que el efecto sifón por lo general no funciona, pues los entusiasmos extremistas tienden a ser más fuertes que los ánimos moderados, la unidad del CDU, la autoridad de su jefe y las posibilidades electorales del partido, se vieron seriamente comprometidos. Razones por las cuales ella consideró indispensable hacerse a un lado.

Al otro lado del Cabal de la Mancha, y al ritmo propio de sus primeros meses en el poder, después de un triunfo electoral arrollador, Boris Johnson realizó una cuidadosa revisión de su equipo e introdujo cambios en su gabinete. Asunto normal en las circunstancias de transición de un gobierno con precario apoyo, como el que presidió hasta las elecciones generales, hacia uno que pretende ejercer con intensidad y extensión ambiciosas después de haber ganado unos comicios que lo apuntalaron en el poder, más allá del Brexit. Solo que, en su marcha triunfal, el Jefe del Gobierno le exigió, nada menos que a su “Canciller de la Hacienda”, si no el primero al menos uno de los tres principales ministros de los gabinetes británicos, que echara de sus puestos a los miembros principales de su equipo de colaboradores.

Sajid Javid, descendiente de inmigrantes asiáticos, musulmán, economista, banquero y miembro del Parlamento, prefirió retirarse del elevado cargo de jefe de la cartera de la economía británica, antes que aceptar una exigencia que violaba su fuero y su autonomía, que algunos han visto como la manera indirecta de prescindir de su presencia en el gabinete.  Así que Javid encontró justamente oportunidad de demostrar su integridad política a través de esa lealtad que los jefes deben también a sus subalternos.  Prueba además de la categoría y la fidelidad a sus valores por parte de un político de condiciones excepcionales, que a pesar de su origen y su filiación religiosa, fue recientemente candidato a la jefatura del Partido Conservador y al cargo de Primer Ministro.

Las actuaciones de Annegret Kramp-Karrenbauer en Alemania y Sajid Javid en la Gran Bretaña dejan lecciones apreciables. Una mujer que pone la unidad y viabilidad política de su partido por encima de sus aspiraciones personales, sienta un precedente no solo de decencia sino de sanidad política que se convierte en patrimonio de la democracia alemana. Y un político que ocupaba ya una oficina tradicionalmente anterior a la de Primer Ministro, pone en alto no solo la dignidad necesaria para ejercer de manera independiente el oficio, sino que defiende a las instituciones de su país de los efectos de comportamientos de corte autoritario e imperial propios del ímpetu de gobernantes que, estrenando ejercicio del poder, creen que deben, y pueden, controlarlo todo.

Hay gente capaz de ver las cosas de otra manera: de obrar en consecuencia con principios que tiene claros; de abandonar serenamente una posición que podría ser la antesala de la cumbre del poder; de no inventarse argumentos falaces para quedarse aferrada a un cargo; de no poner su patrimonio político por encima de todo; de dar ejemplo de limpieza aún en materias aparentemente sutiles; de no pervertir las instituciones ni echar humo al ambiente de la acción de gobernar y del ejercicio de la política; de no empañar con su mal ejemplo la transparencia de la vida de toda la sociedad.

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