Segar la vida

Cartas de los lectores
24 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

La tala inminente en el Parque del Japón era un dolor compartido en esa fatídica hora del jueves 15 de enero, entre vecinos inermes de todas las edades; entre paseantes y trabajadores que suelen tomar su descanso diario, buscando la sombra protectora de los árboles; entre quienes buscan el espacio de aire limpio en una ciudad contaminada; entre enamorados que, como en la canción de Brassens, llegan a darse besos que otros envidian.

Ante la impotencia y el vejamen, las sierras se encarnizaban en la madera sana. Funcionarios apesadumbrados seguían las órdenes de segar.  Policías de cara descubierta dejaban ver su tristeza por tener que asegurar el cumplimiento del arboricidio, ordenado ‘por instancias superiores’. Otros, sin cara, vestidos de negro —la violencia no tiene rostro—, tenían el oficio de amedrentarnos a todos; nos enfocaban con sus cámaras como para intimidarnos, registrando el testimonio de la rebeldía, que incitaba a la desobediencia ante el atropello.

Los vecinos reunidos en el Parque del Japón no sabíamos que, a esa hora, en otro sitio de la ciudad se segaba la vida de tantos jóvenes inocentes llenos de sueños.  Como consecuencia del horror, que causaba un retroceso de décadas en la historia, se clausuraba el diálogo. Se propiciaba la irracionalidad guerrerista de los fanáticos que creen que hay una sola manera justa de pensar y de confrontar el fanatismo de los otros.

La infamia del terrorismo hizo posible cerrar las compuertas del diálogo.  Permitió la clasificación de los adversarios en la imaginación colectiva con una sola etiqueta que los cubre a todos —el pasamontañas de una sigla que hace fácil la mira del fusil—. La infamia del terrorismo y el derecho a la protesta permiten aterrar con otros medios, imponer por la fuerza la voluntad que se pretende omnímoda, en la nación y —toda proporción guardada—, en el vecindario.

Recordaba en esos aciagos momentos a ese alcalde magnífico de Cali, Rodrigo Escobar Navia, en cuya representación tuve el honor de recorrer centros de planificación urbana en Francia, donde se consulta el querer de las comunidades y se respeta hasta la escogencia del color de las casas.  Recordaba su creación de parques comunales enfocados a la convivencia social allí donde la población no tenía otros medios de recreación y hacia donde se orientaba prioritariamente la inversión de la ciudad.

Recordaba a mis alumnos y colegas del Centro de Estudios Liberales de Cali cuya ponencia para el Congreso Ideológico de Ibagué —figura ideada por ese Centro—, proponía que Colombia se convirtiera en una democracia participante.  A través del entonces senador Edmundo López, presente en el Congreso y quien me pidiera copia de la ponencia, esa propuesta fue incluida por el expresidente López en el programa del Partido Liberal para la Constituyente.  Hechos e incisos de la ‘petite histoire’ que no se registran y tienen sus consecuencias.

En una democracia participante un gobernante debería atender la voluntad de los vecinos en el espacio de la ciudad y respetar la voluntad de preservar el uso del espacio comunitario y hasta la vida de los árboles que muchos queremos y reverenciamos.

En una democracia participante y plural como la nuestra, deberían respetarse los espacios conquistados del diálogo; sin encasillar y meter en un mismo saco a los terroristas que merecen repudio y castigo y a quienes han esperado la reanudación del diálogo para participar y conciliar; para proponer cambios en el modelo de sociedad, compatibles con el imperativo de la equidad y del bien común.  Podemos diferir de ellos en sus métodos, pero reflexionar sobre su visión de lo social.

Comprendemos las presiones del gobernante y repudiamos la barbarie. Lloramos conmovidos por las víctimas y acompañamos a sus familiares; sin nombrar aquí el dolor y el estremecimiento diario por los líderes sociales asesinados selectivamente.   Pero es preciso admitir que hay otros, dentro de la propia organización armada, que piensan distinto, y que no son necesariamente causantes de la acción terrorista; su motivación inicial —a pesar de haber escogido la vía desesperada y ciega de la confrontación armada—, fue la de construir una sociedad con igualdad de oportunidades para todos.  Nuestra deficiente democracia no debería taponar el diálogo, única válvula de escape contra la violencia.

Cecilia Balcázar. Bogotá.

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