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Selección natural

Pascual Gaviria
22 de octubre de 2008 - 01:55 a. m.

ES DIFÍCIL SEGUIR EL RASTRO DE los depredadores en las ciudades. Las suelas gastadas, el mismo caminar insípido de las víctimas, la misma fatiga. No hay señales particulares ni gestos amenazantes. La caza responde a la inocente promesa que ofrece la trampa en el camino. Ese objeto misterioso. La uniformidad de los despojos tampoco ayuda, huesos e hilachas que se repiten en un descampado.

Pero el ojo de los cazadores es siempre cuidadoso. Detrás de sus pasos al restaurante corriente y sus caminadas alrededor del hotel deslucido hay siempre un seguimiento. Un sigilo que se oculta tras la sencilla ociosidad. Saben muy bien que sus víctimas han comenzado a cortar los hilos que los ataban al mundo doméstico, han iniciado excursiones peligrosas fuera de la órbita de sus dolientes: los niños que se aventuran con la caja de chicles, los jóvenes que han viajado lejos tras de algún resplandor, los solitarios que sólo pueden elegir el riesgo, los indefensos que no logran recordar el número de su cédula.

El “reclutamiento” de los jóvenes en Soacha, el Eje Cafetero y algunos municipios en la costa norte, su transporte en busca de un combate fingido en algún pueblo lejano y sus tumbas como enigmas, sencillas, con apenas dos letras y una fecha incierta, demuestran las habilidades de los cazadores para encontrar las presas más vulnerables. Luego de la muerte aparecen algunas fotos repartidas en los muros de la ciudad: un interrogante desesperado que leen los curiosos en el paradero. La más silenciosa de las alarmas. En muchos casos no queda más que la resignación y la incertidumbre que dejan los ahogados. Sólo un año después de los primeros “enganches” la colección de víctimas comenzó a mostrar sus rasgos comunes: una especie numerosa e invisible de jornaleros y rebuscadores, una legión de camineros por obligación a los que es imposible seguir hasta sus tumbas. Ni siquiera alcanza para el pasaje de Soacha hasta Ocaña: “Yo quiero irme de aquí, pero no he podido. Es que mi hijo era el que me ayudaba y ahora tengo que buscar plata para vivir y hacer vueltas. Hasta una amiga y la esposa de mi hijo salieron a pedir plata en la calle para traer el cuerpo de mi hijo de por allá”, las palabras de una de las madres de Soacha sirven para todas.

La estrategia de estos cazadores no difiere mucho del método que usó Luis Alfredo Garavito durante sus correrías de sádico taciturno por Colombia. Caminando plazas de mercado, canchas de barrios periféricos, semáforos concurridos. Luego de 176 víctimas, unas gafas torcidas y unos zapatos viejos al lado del cuerpo de un niño se logró seguir el ovillo de sus rutas. Sus víctimas, más jóvenes, también bordeaban límites peligrosos: soñaban con ir a la playa en un camión, habían cambiado a su madre por el jefe en el puesto de mercado, querían comprar unos pedazos de carne para su perro. Iban y venían entre el mundo de protección y tedio de la familia y el azar prometedor de las calles.

Mirando las esquinas es difícil imaginar esas temibles celadas que esconden las ciudades. La marca de los verdugos no se advierte en las calles, está reservada para los cuentos y las fábulas. Es más fácil identificar las víctimas. El comienzo de un poema de Víctor Gaviria nos entrega una pista ineludible: “Para los hijos de los pobres siempre hay la esperanza de perderse en el laberinto de las calles y nunca aparecer”.

www.rabodeaji.blogspot.com

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