Sobre la idolatría

Piedad Bonnett
10 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Entre los comentarios a mi columna del domingo pasado —que criticaba la carta que firmaron Noam Chomsky y un grupo de intelectuales—, me llamó la atención uno en el que un lector afirmaba que, si bien me admira, “admiro más y le creo más a Chomsky”. Esa opinión, muy amable por otra parte, me arrancó una sonrisa, para nada irónica ni socarrona, porque le encontré toda la razón: es totalmente natural que él le crea más a un intelectual lleno de méritos, lúcido y combativo, que a mí, una persona que está lejísimos de tener la trayectoria del intelectual estadounidense. Sin embargo, su frase me llevó a reflexionar sobre eso que llamamos “figuras de autoridad” y nuestra relación con ellas.

El término alude, en la mayoría de los casos, a aquellas personas que están investidas de poder, como los padres, los líderes religiosos y políticos, las autoridades, los maestros. Pero en otros, a la persona que se ha convertido en un referente por haber conquistado el respeto, la credibilidad y la admiración de una comunidad amplia, como en el caso de Chomsky. Cuando la figura de autoridad es un intelectual —un científico, un filósofo, un escritor— la relación que se establece no es de dominado a dominante, sino, aunque no lo parezca, de igualdad, pues lo que se establece es un diálogo tácito entre dos mentes. Podemos sentir fascinación por las “verdades” de alguien que consideramos una eminencia, reconocer su superioridad intelectual, pero no por eso aceptaremos irrestrictamente sus ideas, ya que toda figura de autoridad está en riesgo de equivocarse y nuestro sentido crítico nos permite disentir. “Cuando se habla —dice el filósofo francés Frédéric Gros en Desobedecer— se deja de adorar tontamente”. Por eso no le creemos a Chomsky por ser Chomsky (caeríamos en el dogma), sino por la validez de sus ideas.

Esa relación de igualdad no suele darse en el mundo de la política o de la religión. Sorprende la capacidad de adoración que generan los caudillos, los líderes religiosos y jefes de sectas, y hasta intelectuales sacralizados, a los que se sigue ciegamente, como si hubiera un adormecimiento de la conciencia crítica. La misma Iglesia católica, por ejemplo, declaró dogma la infalibilidad papal para someter dicha conciencia. Todos hemos visto a los incondicionales que se adelantan a los deseos de un autócrata —que es eterno mientras dura—, los que jamás se atreverían a llevarle la contraria o a distanciarse de él cuando se vuelve un tirano. Los que lo adulan y lo rodean en enjambre. Son ellos, dice Gros, los que los sostienen. Y suelta una hipótesis: “La raíz de la idolatría es el deseo de sentir que se existe en otra parte, de gozar a distancia de una existencia luminosa, de sentirse alguien a través y desde la adoración del que está por encima de mí. Pero no es una admiración solitaria. La adoración une a las comunidades, y las muchedumbres adoran para sentir la vibración de un nosotros”. Y completa la idea citando a La Boétie: “Encantados y prendados por el sólo nombre de Uno”. A veces, desafortunadamente, se trata de un pueblo entero, de una “masa caliente, palpitante, mística”, dispuesta a hacer todo lo que diga ese Uno. Desde votar por un pelele hasta suicidarse en manada.

 

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