Sobre lo políticamente ordinario

Julio César Londoño
02 de noviembre de 2018 - 09:00 p. m.

Pasó lo que se temía. Bolsonaro se alzó con la Presidencia de Brasil. ¿Quién es el sujeto? Un bizco con dos pistolas, un nostálgico de las dictaduras latinoamericanas de los 70, una combinación inédita de indignación, macumba, pentecostalismo y teología de la exterminación, un protomacho convencido de que el homosexual es un niño al que le faltó correa, que la violación es una galantería que solo ciertas mujeres merecen y que el asesinato es más económico que la tortura. A su lado, Trump es un diplomático y María Fernanda Cabal, una politóloga.

Los errores de Lula y del PT han sido tan mayúsculos como los aciertos de sus políticas sociales. Pero de aquí a pensar que Bolsonaro lo puede hacer mejor hay un abismo. Cuando se pensaba que los británicos, los estadounidenses y los colombianos habían puesto muy alto el listón del cretinismo político, los brasileños metieron la quinta y nos pintaron la cara a todos. Y allá, como aquí, los pastores demostraron que la teocracia y el western no han muerto y que el futuro es populista.

Nota: entiendo por populismo una mezcla macabra de nacionalismo, fascismo, religión y babas, un coctel estándar que igual le sirve a la extrema derecha que a la extrema izquierda. Tan estándar como el capitalismo, ese becerro dorado que brinca grácilmente en dictaduras comunistas como la China, en democracias sociales tan pulcras y solapadas como las escandinavas, en reliquias monárquicas tan exóticas como la inglesa y la española, e incluso en democracias tan patéticas como las del tercer mundo.

Nota a la nota: el nacionalismo es un viaje en el tiempo. A la jungla. Al clan. A la tribu. Es un relato sazonado con altas dosis de patriotismo, esa música que le hace cosquillas a las orejas del pueblo (Make America Great Again) y a dos o tres sectores de la economía, pero que resulta suicida y anacrónico en un mundo global. El nacionalismo no tiene nada que decir ante desafíos tan grandes como los que plantean el calentamiento climático, los éxodos masivos, internet, las tecnologías disruptivas o la corrupción internacional, esa que salta fronteras con una agilidad francamente odebrechtiana.

Otro rasgo del populista es la paranoia 3D. Los conspiradores los acechan. El populismo de derechas ve “rojos” y terroristas hasta en Disney World. El populismo de izquierdas justifica sus torpezas, hoy como hace 50 años, por el influjo maligno del Imperio y las oligarquías.

Los populistas de signos opuestos se retroalimentan en un círculo perfecto. Sin Maduro, Uribe no habría tenido a mano el providencial castrochavismo, el fantasma que Petro le sirvió en bandeja. Sin Uribe, el Imperio sería un enemigo muy remoto de Maduro.

En Nicaragua, Ortega y su bruja acusan a los manifestantes de pertenecer a la asquerosa derecha, pero los atacan con dos aparatos clásicos de la ultraderecha: la mano negra y el paramilitarismo (deberían mandar sus generales a hacer unos cursos en Colombia, donde pueden aprender sobre la protección que les hemos brindado a los miembros de la UP, a los líderes sociales y a los muchachos que les da por coger café con dos botas izquierdas).

Para dar sensación de equilibrio, o tal vez para darme ánimos, acostumbro cerrar las columnas apocalípticas con una nota positiva. Por esta vez, paso. Hasta el optimismo del último párrafo de un columnista cándido tiene un límite. El avance de la ordinariez es abrumador (ya en el cierre advierto que el populismo es la fase extrema de lo políticamente ordinario). Antes de que sea muy tarde, estoy considerando seriamente dar un salto dinámico, gavirista, brincar a la loca y abrazar causas extremas, como la alimentación macrobiótica o el credo pentecostal. No sé.

 

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