Suicidio en la Javeriana

Sergio Ocampo Madrid
22 de septiembre de 2019 - 09:36 p. m.

A mí los suicidas me producen un sinnúmero de sensaciones encontradas, e inclusive contradictorias. Y no solo hablo de los suicidios humanos sino en general el de todas las criaturas que, dentro del exiguo conocimiento que aún tenemos sobre el mundo natural, optan por el autoaniquilamiento, desde los cetáceos en los que de modo evidente hay conductas en ese sentido, hasta esa bella leyenda (¿o no?) sobre el cóndor que se estrella contra un farallón cuando pierde a su pareja.

Es desolador ver a un conjunto de ballenas varadas en la playa, apagándose lentamente al sol, y aun más inquietante constatar que repiten la maniobra cuando cuadrillas de ecologistas consiguen moverlas de las aguas poco profundas y devolverlas al mar. Como si hubiera un acto de la voluntad para no seguir viviendo. Como si hubiera una decisión autónoma y libre de desaparecer.

Con los seres humanos y nuestro extraño coctel de conciencia e inteligencia, con el enredo de las construcciones simbólicas, las nociones de trascendencia metafísica, el forcejeo entre las pulsiones del instinto animal y las demandas de la cultura, el suicidio me genera aun más incógnitas y sentimientos cruzados.

Primero, porque me parece una opción respetable, válida y digna cuando se agotan los argumentos para seguir vivo, por vacío, por dolor, por soledad, por sufrimiento, por hastío, por inconformismo, por admitirse abrumado y rebasado ante la realidad, por no hallarle sentido a continuar. La existencia, como decía Sartre, es ya de por sí una condena y debe resguardarse un mínimo derecho en las sociedades para renunciar a ella y optar por la nada. Al fin y al cabo cada quien es el titular de su propia vida, no Dios, ni la sociedad ni el Estado.

Pero aun con toda la dignidad que puede encerrar la decisión de morir por propia mano, y aparte del sentimiento natural de pérdida que produce la muerte, también me queda una sensación no de culpa sino de fracaso frente al suicidio de alguien conocido, o desconocido. Lo sentí hace cinco años cuando alguien muy cercano no a mí sino a una de las personas más trascendentales de mi vida se lanzó desde un piso 15 en Miami. Fue evidente que Erick lo planeó, que lo meditó y lo decidió libremente. Y lo asumió. Desde la noche anterior apagó celulares, se desconectó de redes, en un claro mensaje de no me llamen, no me busquen; es mi decisión y quiero que la respeten. Tampoco dejó notas de despedida ni disculpas o peticiones de perdón por lo que estaba haciendo. ¿Para qué si era lo que quería y finalmente se trataba de su vida?

También lo experimenté hace cuatro años cuando Sergio Urrego se tiró desde la azotea del centro comercial Titán Plaza. En su caso había tristemente un matoneo y una persecución de las directivas de su colegio por su condición homosexual, y una profunda desilusión de amor. Y como escribí en su momento en una columna, Sergio parecía ser un espíritu muy elevado, sutil, de una sensibilidad exquisita.No dejó mensajes escritos; el mensaje era su propio suicidio. 

Y lo volví a sentir hace tres días, cuando Jhonnier Coronado, estudiante de ingeniería de Sistemas en la Javeriana, se lanzó desde el octavo o noveno piso del edificio Giraldo. Pronto supimos que era un chico araucano, que estudiaba gracias al programa Ser pilo paga, con lo cual debería ser un tipo muy pilo que había llegado hasta ahí con su esfuerzo. Me inquietó el simbolismo de suicidarse en las instalaciones de la universidad, casi como un acto público, y me conmovió el mensaje con su despedida (que llegó por whatsapp en una cadena que se multiplicó espontánea entre la comunidad javeriana): “Gente, quiero agradecerles por las cosas que hicieron por mí en su tiempo. Y pedirles perdón si en algún momento los ofendí o molesté. Les deseo lo mejor de lo mejor. Se lo merecen”.

Jhonnier pidió perdón pero no por su voluntad de morir sino por lo que eventualmente hubiera hecho en la vida que ofendiera o molestara a alguien.

No conocí a Jhonnier; tampoco a Sergio, y un poco a Erick, pero intuyo en sus decisiones un gran gesto de dignidad, de resolución, de exigir respeto por cómo se quiere vivir o cómo se quiere morir. Porque además creo que un suicidio no debería esconderse; ni debería expresarse conjugado con el verbo “cometer”, que tiene la carga religiosa del pecado mortal o la carga judicial de los delitos.

Hubo un mensaje el mismo día de la muerte de Jhonnier de un profesor de la Javeriana, que rápidamente se hizo viral, en el cual, de un modo desgarrado, pedía un perdón genérico como maestro “por dejarlos solos (a los estudiantes), por entrar y salir del salón sin detenernos a escucharlos; perdón por olvidar que ustedes son lo único que nos da sentido…” Creo que el docente tampoco conocía a Jhonnier, no sé, y estaba hablando seguramente con el profundo dolor y el impacto inmediato, no obstante no me sentí identificado con ese mensaje porque, aparte de dedicar mucho más tiempo a mis estudiantes del que se me exige, este ejercicio de pedir perdones tras algún suicidio debería ser un acto puntual, íntimo, mental, aunque me parezca de todas maneras un poco inútil bajo mi convicción absoluta de que la primera responsabilidad por las decisiones de cada ser humano recaen antes que nada en él mismo.

De todos modos, nada de esto mitiga la sensación de fracaso que siento cada vez que escucho de un suicidio cercano o lejano, pero no es mi fracaso como educador, ni como padre, sino uno más complejo; es el fracaso como especie. Es mi sensación personal de haber consentido que el mundo sea un lugar construido sobre la dificultad, la lucha, la competencia como paradigma, la supervivencia individual como derrotero, el pánico a ser diferente, la comodidad del rebaño, la obligación de ser exitoso para ser feliz, la acumulación, la cosmética, la publicidad, la depredación del entorno, la esquizofrenia por huirle al dolor, a la tristeza, el horror a la soledad, el merecimiento para lograr la posteridad, inclusive la posteridad postrera, la del más allá… En fin… Esta rueda dentada de acción y reacción que nos tritura todos los días, como arriesgaba a decir Gonzalo Arango.

Las ballenas se suicidan, creo yo, como una queja terrible por el modo en que les envenenamos el mar, un sitio quizá donde ya no valga la pena vivir. Los seres humanos, aun con estas bajas expectativas acerca de nosotros mismos, el permanente recelo de unos con otros, la escasa fe en nuestra naturaleza, somos criaturas sutiles, frágiles. El suicida entonces, a mi modo de ver, es antes que nada alguien que se atreve a expresar, del modo más rotundo y dramático, su nconformidad con un mundo muy mal construido.

 

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