El asesinato de los líderes sociales es una consecuencia no buscada, un subproducto indeseado de los acuerdos para la sustitución voluntaria de coca que se firmaron a raíz de la paz con las Farc. Esta es la impactante conclusión de Lucas Marín Llanes, de la Universidad de los Andes, en una investigación basada en el análisis cuidadoso de las cifras de violencia de los municipios involucrados en el cultivo de ese producto en los últimos años.
El trabajo calcula que la probabilidad de que un líder sea asesinado es 167 % más alta en las comunidades que han acordado la sustitución voluntaria de la coca.
Los cuidadosos ejercicios econométricos realizados por Marín Llanes muestran que los asesinatos de los líderes sociales empeñados en la sustitución voluntaria, contrarios a que sus comunidades sigan dependiendo de la coca, se concentran en aquellos municipios donde distintos grupos en armas se disputan violentamente el control territorial, donde hay un potencial para que se expandan las siembras y, además, donde hay problemas no resueltos por la propiedad de la tierra.
La explicación es relativamente simple: la eliminación de los sembrados de coca, así sea por medios pacíficos y voluntarios, y con el apoyo de las comunidades, se opone frontalmente a los intereses de los grupos criminales que se lucran con ese negocio. En esas condiciones, los líderes sociales impulsores de la sustitución se convierten en los enemigos visibles, los objetivos militares, de las organizaciones armadas que se benefician con el cultivo y la venta de coca, bandas de derecha y de izquierda, entre ellas el Eln, las disidencias de las Farc y distintas derivaciones de los antiguos paramilitares, aliadas de mafias internacionales de narcotráfico.
La recomendación de Marín Llanes es más o menos la misma que se repite en forma angustiosa cuando, semana a semana, se conocen nuevos asesinatos de líderes sociales: el Gobierno tiene que proteger a los dirigentes empeñados en seguir las directrices del proceso de paz con las Farc y en hacer que los campesinos de sus territorios dejen la coca para que siembren y comercien con otros productos. Esta conclusión, aunque es esencialmente correcta, no apunta al fondo del problema.
En la gran mayoría de las áreas coqueras el Estado colombiano está ausente, no ejerce el monopolio de la fuerza legítima y es incapaz de garantizar la seguridad y la justicia. Se trata de miles de kilómetros cuadrados de la periferia del territorio nacional donde numerosos grupos armados compiten entre sí para dictar sus condiciones económicas y militares, y acaparar el negocio de la coca. Ni el Acuerdo de Paz con las Farc ni los programas del Gobierno han contemplado planes efectivos para hacer que el Estado imponga el control, haga efectivo el cumplimiento de la ley y proteja a todos los ciudadanos, no solo a los líderes comunitarios. En estas condiciones, es ilusorio que, bajo la amenaza del crimen organizado, puedan progresar acuerdos voluntarios pactados entre civiles inermes, dirigidos a deshacer un enorme negocio ilícito protegido por organizaciones armadas decididas a defender a muerte sus intereses económicos.
Lucas Marín Llanes (2020), “Unintended Consequences of Alternative Development Programs: Evidence from Colombia’s Illegal Crop Substitution”. Documento CEDE-CESED #40, octubre.