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Tantos años sin Hemingway

Juan Carlos Botero
24 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

En julio de 1961, Ernest Hemingway despertó temprano y vio que su esposa, Mary Welsh, aún dormía. Era una mañana clara en Ketchum, Idaho, y el escritor se levantó en silencio de la cama. Se puso una bata y bajó a la sala. Pasó a la cocina y buscó las llaves del sótano que Mary había escondido, pues allí guardaban las armas de caza. Descendió por la escalera de madera, abrió el armario y escogió una escopeta Boss de dos cañones para matar palomas. Tomó una caja de munición, regresó al salón y se sentó en el vestíbulo. Luego cargó el arma y asentó la culata en el suelo. Apoyó la frente contra los cañones y con los dedos buscó los gatillos. Mary despertó con el estruendo.

Hacía rato que Hemingway deseaba morir. Estaba inmerso en una depresión profunda y era un hombre derrotado. Una mañana Mary lo encontró en la casa con una pistola cargada, mirando con tristeza por la ventana. Otro día, dos enfermeros lo detuvieron cuando se llevó un revólver a la garganta. Luego, mientras hacían escala en el vuelo al hospital en Rochester, Hemingway se dirigió a las hélices encendidas de un avión en la pista. Sin duda, la distancia entre el premio nobel de Literatura y la triste figura que procuraba matarse era abismal.

Sin embargo, lo asombroso es que Hemingway no se hubiera matado antes. Su padre se había suicidado, y el tema del suicidio aparece a menudo en su obra. Y es más asombroso aún que su cuerpo hubiese resistido tanto castigo. Durante la I Guerra Mundial, una bomba estalló en su trinchera y le sacaron 237 pedazos de metal del cuerpo. Entre 1930 y 1944, Hemingway sufrió dos accidentes graves de automóvil. Un día mientras pescaba, se abaleó las piernas al dispararle a un tiburón. En 1954, la avioneta en la que viajaba en Kenia se desplomó y casi muere; dos días más tarde, la avioneta que lo rescató también se accidentó y el escritor se abrió el cráneo. Al mes, mientras ayudaba a apagar un incendio en la sabana africana, tropezó y cayó entre las llamas. Poco antes de morir veía mal, sufría delirios de persecución y amnesia. Pero su mayor tormento era que ya no podía escribir.

Para entonces Hemingway lloraba ante la dificultad de anotar una frase sencilla. Escribir era su vida y todo lo que hacía alimentaba su obra: no escribía para vivir, sino que vivía en función de escribir. Cazaba, amaba, pescaba, iba a guerras y veía corridas no sólo por amor a la aventura sino para nutrir su arte. Hemingway fue un autor moderno, creador de la prosa más influyente del siglo XX, pero lo seducían los valores clásicos. Desempolvó conceptos como el honor, el coraje y la acción sin trampas o atajos, pues para él lo meritorio no era el premio al final de la odisea sino la conducta del héroe durante la prueba que lo destruye. Desde esa óptica, su obra maestra fue El viejo y el mar.

Llevamos años sin Hemingway, pero su arte sigue vivo entre nosotros. ¿Cómo entender, entonces, su muerte? Carlos Fuentes ofrece una respuesta: “¿Somos sólo lo que fuimos un día, el día en que la voluntad, la necesidad y el azar (la suma del destino) se reunieron para ofrecernos nuestra máxima posibilidad?”, se preguntó. “¿Podemos o merecemos vivir después de ese momento?”. Hemingway respondió con un triste no, y entonces apoyó la frente contra los cañones de la escopeta y apretó los gatillos.

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