Tasar los dividendos

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Salomón Kalmanovitz
26 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.
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La doble tributación no existe. Se trató de una leyenda inventada por los interesados para aducir que es injusta. Se puede entender mejor como un solo impuesto sobre las utilidades que se divide, una parte menor sobre la empresa, y un castigo mayor si se reparte a sus accionistas. Es una política sabia que incentiva la reinversión de las utilidades, un empujoncito para que los dueños ahorren más y las empresas (y la economía) crezcan más.

La reforma tributaria de 1986, aprobada durante el gobierno conservador de Belisario Betancur, fue precisamente la que abolió el impuesto a los dividendos. Treinta años después se rompió el pacto entre las elites para no cobrarlo por Santos II, pero con unas tasas irrisorias de 5 y 10 % que se podían evadir fácilmente. En Europa estas tasas tienden a estar por encima del 40 %. En Estados Unidos era de 33 % sobre las utilidades de las empresas y una máxima de 45,6 % a los dividendos. El señor Trump redujo el gravamen a las empresas al 21 % para 2018, pero no tocó el de los dividendos. En Chile y México la tasa es de 29 % para el reparto de utilidades.

Al eximir los dividendos de impuestos, el incentivo se torna perverso: una mayor parte de las utilidades se reparte para escapar al gravamen, las empresas se descapitalizan y sus dueños la gasta en consumo de lujo, adquieren segundas viviendas en Cartagena, Santa Marta, Miami, Nueva York y Madrid o las invierten fuera del país. Se estimula así la canibalización del capital de las firmas y su mayor endeudamiento, al contar con menos recursos propios para invertir e incluso para operar.

Durante estos 30 años el país se desindustrializó, quizás en parte porque no se fomentó el ahorro y la inversión de las firmas, aunque también por la renta petrolera que fue perjudicial para las empresas industriales y agropecuarias al revaluar el peso que las perjudicó. En todo caso, la política tributaria dio la señal a los ricos de que era mejor dilapidar que invertir en sus empresas.

Hemos hecho un cálculo burdo de que una tasa del 37 % a los dividendos aportaría 5 % del PIB al fisco. Así podrían reducir los impuestos a las empresas, no gravar tanto el consumo y contar con recursos adicionales que, bien invertidos en educación e infraestructura, aumentarían la productividad y la riqueza de la nación, induciendo un círculo virtuoso.

El impuesto al reparto de las utilidades de las empresas a sus dueños tiene entonces varias virtudes: es progresivo, ya que los que más tienen más pagan; es justo, pues se nutre del excedente y no tiene que extraer recursos del exiguo consumo de los pobres ni de una clase media atribulada; por último, es eficaz, porque dirige el excedente productivamente dentro de las empresas y al financiamiento de bienes públicos que son necesarios.

La propuesta de Carrasquilla era también irresponsable. Según Javier Ávila y Jorge Armando Rodríguez, extraía 1,3 % del PIB del consumo y de la renta de la clase media, pero descargaba a las empresas y hacía temporal el impuesto al patrimonio. Hacia 2020 el aporte de la reforma se reducía a 0,6 % del PIB, en 2021 restaba 0,6 y otro -0,7 % del PIB en 2022*. Legaba de esta manera al próximo gobierno un déficit mayor al que decía haber encontrado para financiar su mayor presupuesto. Con su caída, se abre una ventana de oportunidad para diseñar una reforma tributaria estructural, justa y productiva.

*“Sumas y restas tributarias en la ley de financiamiento”, CID, U.N.

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