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Tejer a Colombia

William Ospina
30 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

¿Qué tienen en común San Agustín y Barranquilla? Cuando pensamos en ellos nos parecen dos mundos, dos geografías, dos climas, dos tipos de humanidad; uno encajonado en sus montañas, el otro abierto a la inmensidad del océano; uno contemplando sus jaguares de piedra que custodian el origen y el otro tejiendo las músicas que en este momento baila el planeta. También los gobiernos los pensaron siempre como cosas distintas y casi incompatibles, pero hay algo poderoso y sagrado que los une: el río Magdalena, que tiene en ellos su comienzo y su fin.

Algo esencial de Colombia depende del hilo que une esos extremos, y que es uno de los muchos caminos que todos tenemos que recorrer y celebrar. Porque no es solo un río de agua, no es solo el río generoso de peces que llamamos “la subienda”, es también un hilo de músicas, desde los bambucos y los rajaleñas del Huila y los bundes y pasillos del Tolima hasta las cumbias de José Barros y los porros festivos del maestro Campo Miranda, y el recuerdo de ese día de 1960 en que Juan Madero al clarinete y Wilson Choperena con la voz hicieron nacer en las playas ardientes de Barranca Bermeja “La pollera colorá”, el otro himno nacional.

Y es también un hilo de la memoria: de coreguajes y andaquíes, de las retaliaciones de la Gaitana, y los cepos señoriales en que apresaban a Quintín Lame; desde el amor de esas tierras: “Vieja hacienda del Cedral, te llevo yo en mi cantar, te llevo yo en mi recuerdo / en esta tierra nací, en ella también viví y en ella quiero mi entierro”, hasta las luchas estériles de los guerrilleros de tiempos más ingenuos, cuando había más canciones que secuestros: “Cuando en los tiempos de la violencia se lo llevaron los guerrilleros / con Tirofijo cruzó senderos llegando al Pato y al Guayabero”.

Viniendo desde el nudo de los Pastos, que suelta sus aguas hacia el Caribe, hacia el Pacífico y hacia el infinito Amazonas, está ese parque de criaturas de piedra que vigilan las fuentes del río. Y después, para bien y para mal, las represas de Betania y del Quimbo: esos trueques extraños de la modernidad que cambia agua viva por electricidad, naturaleza por rentabilidad, peces por unidades de energía, y nos hace creer que el río es solo una fuerza hidráulica, que no son parte de él la vida vegetal, los peces, los pescadores.

En esas orillas se gestaron las estampas de la “Tierra de Promisión” de José Eustasio Rivera, el primer poeta que volvió los ojos hacia el sur y quiso convertirlo en palabras, y dijo mágicamente que la queja de un pájaro puede acongojar a toda una selva.

Ahora estamos aprendiendo por fin que el agua es más valiosa que el oro, las guerras del petróleo ya amenazan con ceder su lugar a las guerras del agua, pero todavía no aprendemos que este territorio es una de las más ricas fábricas de agua del mundo. Un páramo es una esponja vegetal que absorbe la humedad y la destila en agua por arroyos y quebradas hasta formar los ríos enormes, y Colombia tiene la mitad de los páramos de este planeta, pero nosotros hemos tenido la audacia y la insensatez de poner el destino de la nación en manos de gentes que venden los páramos y destrozan los ríos.

Solo por la salud de los ríos podemos saber cómo está funcionando esa fábrica de agua. Del mismo modo las palabras nos dicen cómo está la conciencia de una comunidad, los relatos nos muestran si sigue viva la memoria, las canciones revelan si todavía amamos y cuidamos el mundo.

Cuántas historias, de La Jagua al Quimbo, de Pitalito a Neiva, de Natagaima a Purificación, de Girardot a Ambalema, de Honda a La Dorada: caminos, fundaciones, cultivos, desastres; historias de los panches bajo el azote de Añasco y Belalcázar; historias de los herboristas de Mutis y sus pintores de plantas; el paso de las canoas de Humboldt cargadas de barómetros y sextantes y cronómetros de Seyffert, para perderse monte arriba, por Coello y Cajamarca, entre aguaceros, hacia los milagros de la flora desconocida y hacia la fundación de la geografía moderna.

Hay una piedra en la mitad del río que impidió que los barcos grandes llegaran a Tocaima y a Neiva, y que convirtió a Honda en el puerto proveedor de la Sabana. Y allá va el río con su esfuerzo y su historia, con los bogas indios en sus canoas y los remeros negros en sus chalupas, con Humboldt en su balsa dejándose picar en aras de la ciencia por nubes de mosquitos, y con Bolívar en su lancha que no deja de inventar naciones ni siquiera en las siestas eróticas de Mompox, o con Bolívar bajando moribundo por los paisajes de sus viejas victorias, y Silva arreglándose el corbatín para bajar a Cartagena y embarcarse con rumbo a París mientras abajo en el agua chapotean los caimanes; con García Márquez de 13 años cantando vallenatos en un vapor varado, y con los presidentes fúnebres de una república a la que no entienden, sofocados por sus sacolevas en unas playas candentes y palúdicas.

Seguimos el curso de las canoas que llevan la quina y de las balsas que llevan el tabaco hacia el norte. Por la orilla se tienden los caminos y los ferrocarriles, después las carreteras y las troncales, y cada trazo es una saga, desde los diez mil bueyes que bajaban de Manizales la cosecha cafetera, hasta los ingenieros ingleses que trazaron después el cable aéreo. Seguimos el rumbo del Mohan y de la Madremonte, del terremoto de Honda, de la avalancha de Armero, de los tabacales del siglo XIX y de los algodonales del siglo XX a los que consiguió marchitar en un instante la firma de un presidente en un solo tratado de libre comercio, porque aquí nos encanta dejar a ciegas y en pocas manos lo que es de todos, y hasta hubo años en que dejamos que este hilo de vida se convirtiera en el río de las tumbas.

Pero de repente el río ya no es el mismo, el de las cavernas azules de San Agustín y los bosques de Neiva, el del cantor que veía irse en una canoa a su morena “con un boga traicionero que le dijo cosas bellas”; de pronto tiene otros colores, y es que de una meseta invisible por lejana y por alta, una ciudad de diez millones de habitantes que no sabe hacia dónde desagua su mar de jabones y detergentes y desechos industriales, que bajan formando colinas de espuma, arroja el fruto de tanto progreso en el gran río que pasa hacia el norte, llevando el sedimento de pesticidas y fertilizantes de dos cordilleras, el cianuro de las minas, los filtrados de las petroleras, hacia la extensa región de las ciénagas, donde salía una llorona loca y donde un hombre se volvió caimán. De repente el hilo sagrado es ya solo un río envenenado donde resisten unas garzas y unos cormoranes, donde no sobrevivieron siquiera los caimanes incontables, y que se va, se va, por el Banco y por Magangué, se va para Barranquilla, y lleva después tan lejos su contaminación que dicen que alcanza hasta las costas de Jamaica.

Tenemos tanto por hacer. Porque también están las rutas de las colonizaciones, el viaje alegre de Guillermo Buitrago entre Sonsón y Ciénaga inventando unas canciones que nunca se mueren, la ruta de los juglares vallenatos desde el Magdalena hasta los desiertos de la Guajira, las expediciones de Manuel Ancízar, la cabalgata de Cali a Medellín y a la Guajira y al bajo Magdalena y a Ibagué que hizo Jorge Isaacs explorando el país, los caminos de los carnavales y de las artesanías, las rutas del mercado y los hilos rojos de las guerras, las rutas de los éxodos y de las fundaciones, el sendero de los mitos milenarios y de las flautas debajo del agua, la ruta de las luchas indígenas y la ruta de los que combatieron la esclavitud, los caminos de los inmigrantes, de los sirio libaneses por el norte, de los japoneses por el occidente, de los ingleses buscando el oro y diseñando sus locomotoras, y de los alemanes por el valle de Upar, por Santander y por Puerto Colombia, los caminos de viento de la salsa que unen a Cali y a Barranquilla con Puerto Rico y con Nueva York, y los avances de la música argentina por las tiendas de la cordillera, desde las zambas de Mendoza y las milongas de Buenos Aires hasta la muerte de Gardel en Medellín y hasta ese tango, Lejos de ti, que terminó inventando Julio Erazo, un hombre del río. El viaje a pie por todas partes que nos sigue proponiendo Fernando González.

Y ese hilo al que hoy le hemos seguido el rastro, es apenas uno de esos millares de hilos de agua, de tierra, de memoria, de arte y de música, que tenemos que honrar y conocer y sanar y salvar, con los que vamos a tejer nuevamente a Colombia.

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