A fines del siglo XIX y comienzos del XX la gramática y el poder en Colombia iban de la mano. Y se utilizó junto con otros atributos del idioma para ejercer una dominación absoluta sobre las mayorías analfabetas y despojadas y establecer asimismo unos rangos en que la religión y la lengua daban autoridad (o autoritarismo) a los letrados, una minoría que en su proyecto de nación regresó al pensamiento colonial y la condujo a declarar, por ejemplo, que en lo ideológico había que mamar otra vez de la teta de la “Madre Patria”.
Fueron tiempos en que, en el período denominado la Hegemonía conservadora, que comenzó con la Regeneración de Rafael Núñez y duró hasta el gobierno de Abadía Méndez (el de la masacre de las bananeras), caracterizado entre otros aspectos por la constante censura de prensa y otras censuras, el lenguaje era una irremplazable herramienta del poder.
Eran los días de los gramáticos, de los latinistas, de aquella minoría reglada que daba cátedra sobre cuál era el castellano que debía hablarse y cuál era la religión en que debía creerse. Y que además tenían en la educación confesional un instrumento de dominación sobre el rebaño. Fueron los tiempos de la ortografía rimada de Marroquín, el de La perrilla (simpático poema) y el de la novela El moro, de la cual se burló su rival, muy culto, traductor de Virgilio y autor de aquello de “¡patria! te adoro en mi silencio mudo”. De esa obra (bien novelada) dijo Miguel Antonio Caro que parecía escrita por un caballo.
No está por demás recordar que Caro, el que redactó la Constitución de 1886, el experto en tratados sobre el participio y el gerundio, proclamaba que había que recuperar la cultura colonialista española y alejar cualquier posibilidad de pensamiento francés (sobre todo el de la Ilustración) y del británico, tan utilitarista. Sabía muy bien, como Núñez, que había que aliarse con la Iglesia y desterrar todo pensamiento liberal (muy pecaminoso). Y así, además del erudito Miguel Antonio y de su antagonista Marroquín, estaban algunos de los que crio el primero de los nombrados, como Marco Fidel Suárez. En el tesauro gramatical cabe también Abadía Méndez.
Eran dignatarios que sacrificaban un mundo por pulir un verso. Y llegaban al extremo de recibir un país y entregar dos, como señaló con desparpajo José Manuel Marroquín tras la Guerra de los Mil Días, cuando Colombia perdió a Panamá por la injerencia de EE.UU. En todo caso, eran sujetos que podían armar un terremoto por el mal uso de un gerundio o por un que galicado, al tiempo que entregaban el país a la nueva metrópoli, como pasó con el hatoviejeño Suárez y su doctrina del Respice Polum.
Como lo señaló el historiador y colombianista inglés Malcolm Deas, “la gramática, el dominio de las leyes y de los misterios de la lengua, eran componente muy importante de la hegemonía conservadora que duró de 1885 hasta 1930”. Gramáticos y prelados, en una suerte de santa alianza, cabalgaron a placer durante ese período en el que ser liberal era pecado mortal.
Hoy, un presidente (o subpresidente) como Iván Duque, dueño de una mediocridad de espanto, no solo masacra la lengua, que sería, si se quiere, lo de menos, sino que desprecia con ahínco a los pobres, maneja con perversidad la pandemia, favorece a banqueros y otros sectores privados al tiempo que manda a la miseria a millones de conciudadanos. Le importa un comino que haya masacres y asesinatos de dirigentes sociales y decreta días de duelo por la muerte de su mindefensa y no por la de más de cincuenta mil muertos de la covid-19.
No es, por supuesto, un heredero de aquellos gramáticos, muy fastidiosos por lo demás, sino, más bien, de una clase política (o politiquera) corrupta, la que no requiere de hablados bonitos y castizos. De esa que advierte, sin sonrojos, que para qué diablos sirve la palabra cuando hoy (¿o siempre?) todo se legitima con las armas. Así que si en un país donde más que a la lengua se masacran trabajadores (incluidas las leyes, las privatizaciones, las reformas, las imposiciones en su contra, en fin), niños, líderes populares, etc., qué puede importar un lapsus linguae en un contexto de una cultura de la expoliación, del plomo (del que hay y del que viene), del ejercicio de un poder oligárquico y criminal.
La época de los filólogos, lexicógrafos, latinistas y libreros, de los versificadores que a su vez eran mandamases en un país feudal, de aquellos herederos de “la antigua burocracia imperial de España”, ya es parte de nuestra atribulada historia. Hoy son más vulgares los mandatarios y sus adláteres. Miguel Antonio Caro tenía en su patio un busto de Virgilio. Nada raro que algunos potentados y politiqueros de hoy tengan en sus fincas efigies de mafiosos o de cantantes de narcocorridos. Así es “Polombia”.