Un Árbol para no perder la esperanza

Claudia Morales
06 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

El balance de esta semana en Colombia ha sido oscuro y aterrador: la masacre de siete personas en el Cauca, la sistematicidad de los asesinatos de líderes sociales, los robos de la comida de los niños pobres, el audio de un matón diciéndole a una profesora de San Pablo, Bolívar, que la va a asesinar, y la amenaza contra los derechos de la comunidad LGTBI y otras minorías.

Esa lista bien podría adaptarse el panorama a cualquier época. Algunos usan la palabra “guerra” para decir que se acabó, y yo, que le aposté a los acuerdos con las Farc, siento que pasa algo peor: que le pisamos la cola a una bestia furiosa que está cerca de tragarnos.

Celebro que en el Hospital Militar y el de la Policía no tengan sus camas repletas de heridos y que la razón sea que nuestros uniformados pisan menos minas y no pelean a muerte con la cara de las Farc. Pero aunque en menor escala, ellos siguen poniendo muertos, los campos siguen colonizados por bandidos escabrosos y los dueños de la guerra están matando a cientos de ciudadanos sin apellidos rimbombantes.

Esos, entre muchos hechos, llevarían a cualquier ciudadano cuerdo a concluir que hace rato llegó la hora de abandonar todas las luchas y de hundir la esperanza. Y cómo no, con razón sentimos el derecho de gritar, de criticar y protestar porque el Estado está desbordado, la corrupción nos carcome y los matones nos respiran cerca. Nos dan ira la falta de empatía y la impunidad y también la inacción de una parte importante de la sociedad.

Gracias al ejercicio del periodismo hace más de dos décadas conocí la parte más oscura de la realidad colombiana y eso hizo que por años sintiera el espíritu marchito, y a la par, también me acerqué a lo más hermoso de las regiones y su gente. Recuerdo esto en el marco de los párrafos anteriores porque pienso que como ciudadanos debemos tomar decisiones, y una positiva puede ser determinar qué, desde cada uno de nuestros universos, podemos hacer por nosotros y por la comunidad. Mejor dicho, cómo rescatamos lo bueno y nos sacudimos ante tanta desgracia y qué logramos crear para dar alegría, compañía y conocimiento.

Por eso nace Árbol de Libros en la ciudad de Armenia. Repito sin cansancio que los libros sí pueden cambiar el mundo y tengo la convicción de que una librería es una forma de lucha que reafirma un verbo extraordinario: creer. Creer en la gente, en la cultura, en los buenos encuentros y en el aprendizaje. Ejemplos de eso acompañados de gratitud son los representantes de editoriales como Babel, Planeta, Random House, Plaza y Janés, el Fondo de Cultura Económica, Lucía Donadio, de Sílaba Editores, Camilo de Mendoza de La Tornamesa, Carolina y Juan de Pensamiento Escrito, mi maestra Lucía Liévano, Mauricio Miranda —el mejor publicista—, los clientes que han llegado entusiasmados a conocer y a abrazar, más amigos y familiares que nunca me desamparan, mi esposo y mi hija.

El sinsabor por las tragedias está ahí y no lo espanto porque refuerza algo que nunca nadie debería perder: el sentido de humanidad. Y porque entender la guerra y sus consecuencias hace que tenga relevancia el cuento de Óscar Wilde, “El príncipe feliz”, que descubrió la miseria y se despojó hasta de sus ojos de zafiro para ayudar a los más necesitados.

La primera invitación es a que no bajemos la guardia ante la guerra y a que hagamos eco de las injusticias. Y la segunda, que cada uno en su fuero más privado piense cómo puede aportar, cuántos ‘Árboles’ más podemos crear para mitigar tanto odio, para no perder la esperanza.

* Periodista. @ClaMoralesM

 

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