Un guayabo peligroso

Enrique Aparicio
22 de abril de 2018 - 06:30 a. m.

El martes después del Viernes Santo, Don Alveolo Ramírez, en una tarde muy gris, empezó a sentirse mal. O más bien, remal. Sudaba sin parar y no quería comer. Era un hombre de unos 85 años, espigado y muy alto. Con una energía desbordante. 

Su único hijo, Juanito, era su mano derecha. Un hombre servicial y con la paciencia del Santo Job. Aunque se desvivía por estar con su padre, a nuestro enfermo se le olvidaba quién era el personaje que le hablaba. 

Fue el jueves de esa semana que Juanito llamó con urgencia al médico de la familia, el doctor Jerónimo Ayala y Caliente –por parte de madre- y le explicó la terrible situación, con el ruego que los visitará lo antes posible.

El galeno, sin titubear, después de usar el estetoscopio para oír todo lo que sucedía en las entrañas del enfermo, hizo una mueca de espanto.

-Doctor, ¿usted cree que se nos va a ir? –preguntó Juanito.

-Sí me les voy, llamen al cura -musitó Don Alveolo.

-Juanito, es mejor que se prepare para lo peor. La solicitud de llamar al cura es apropiada -dijo el doctor Ayala y Caliente como si estuviera dando una clase magistral.

Bartolomé Horacio de Diego (Diego es una ciudad muy antigua en España y el señor cura era de allá) olía a vino de consagrar, pero también a Rioja tinto gran reserva y a ajo.

-Mi padre está por partir a otro mundo, señor cura.  Él ha pedido que venga usted para administrarle los Santos Óleos. 

El cura no se demoró.  Ya en presencia del don Alveolo sacó una cajita que parecía una muestra para vender productos finos y después de ponerse el atuendo especial para esos casos, comenzó una oración en latín “Deo Patri nostro et filii Iesu…”.

A todas estas el enfermo medio reaccionó.  Abrió los ojos y llamó a Juanito mientras el cura se retiraba a prudente distancia. 

-Mira hijo, me muero pronto. Te pido que una vez ocurra el suceso, inmediatamente, me cremes, pero utiliza un cajón de madera muy barato. ¿Me oyes?

Un grupo de parientes cercanos, que supieron lo delicado que estaba de salud Don Alveolo, se presentaron el jueves después del Viernes Santo hacia las cuatro de la tarde y desfilaron frente al moribundo. Hubo palabras de aliento, pero nuestro hombre daba ya muy pocas señales de vida.

Juanito de nuevo preguntó al doctor Jerónimo Ayala y Caliente si su padre lograría llegar a la mañana siguiente. Nuevamente la voz cavernosa del galeno le contestó que lo creía imposible. 

Juanito, cuando recibía solicitudes de su progenitor, era a lo alemán.  Había que cumplir al dedillo, al centímetro, para no fallarle. Así es que mientras los familiares acompañaban al moribundo, tomó el teléfono y llamó a la funeraria que se anunciaba en las páginas amarillas del directorio telefónico: “Entiérrese y goce como un faraón. Si lo desea podemos incluir a su señora sin costo extra. Suegras excluidas”.

-¿En qué puedo servirle? -dijo el dependiente con gran entusiasmo.

- Pues vea usted, necesito un cajón.

El que estaba en el otro lado de la línea no lo dejó hablar.

-Llama usted en el momento perfecto, tengo unos en rebaja, para la gente elegante con dinero, digo con fe. Están hechos con cedro local.

-Pero si aquí no hay cedros.

-¿Cuánto hace que no va al bosque?

-Muchos años.

-Ve compadrito, pos eso le pasa por no estar al tanto de lo que se está sembrando.

-La verdad es que necesito un cajón bien barato, pero muy barato. Es para cremar a mi padre y así lo ha pedido: barato.

Sintió la decepción del vendedor.

-Está bien. No perdamos tiempo ni usted ni yo. Le voy a dar la mejor oferta que puedo y pare de contar. Se trata de un cajón hecho de bambú. Lo llamamos el cajón Eco, es decir ecológico, pues no fastidia el medio ambiente y además tiene una apariencia tropical.

-Bueno, lo tomo –dijo antes de darle el domicilio y las señas para llegar-.  Pero deben traerlo mañana a las ocho y media de la mañana.  Por favor sean puntuales.

Con arrogancia se le aclaró a Juanito que la funeraria, creada en 1835, nunca había llegado tarde a una entrega.

Luego llamada al crematorio.

-Señor, necesito un turno para mañana a las doce.

-Lo haríamos con mucho gusto, pero estamos llenos.

Al oír el ruego de Juanito y después de explicarle que el esfuerzo para colarse en el turno tenía su precio, o sea el doble, todo quedó arreglado. La cancelación se haría por adelantado.  

Las horas de la noche pasaron inclementes. No se oía a Don Alveolo, estaba casi sin respirar. El sueño fue venciendo al buen primogénito.  Lo despertó el timbre y sin pensarlo dos veces fue a abrir la puerta.

-Buenas, venimos a entregar un eco –dijo uno de los dos hombres grandotes que, sin esperar respuesta, se fueron digiriendo a la sala con el cajón-. Me firma aquí y buena suerte.

Miró el reloj. Ocho y media en punto. Ya Don Alveolo debía estar en el cielo negociando entrada. De pronto se escuchó un grito:

-Juanito, estoy esperando el jugo fresco de naranja, mi café y mi elixir.

Don Alveolo se refería a un licor llamado Jägermeister que le mandaba con regularidad su amigo que vivía en Europa.  Una bebida que tenía un sabor curioso, entre remedio para matar ratas y yerbabuena.

-Papá, qué susto nos diste.  Creímos que te habíamos perdido, pero parece como si hubieras resucitado.

-Es que no entiendes, Juanito, mi elixir debe tener una dosis perfecta.  Si exagero me dan unos guayabos que me siento morir.

Todo esto me vino a la mente a raíz de la tercera feria anual sobre ataúdes que se llevó a cabo el pasado domingo en Ámsterdam, en la que se presentaron muchas opciones para que el inevitable momento de la muerte sea lo más ecológico posible.  Aunque no lo crea, hubo muchos visitantes que están previendo dar este paso con el menor impacto al medio ambiente.

El YouTube es algo muy diferente.

Tomé unas vistas de esta maravilla, el monte San Michel.

https://youtu.be/kb4WrBeVndk

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