Un lánguido final

Hernando Gómez Buendía
14 de octubre de 2018 - 02:30 a. m.

Cuando el partido todavía era importante, yo tuve el privilegio de ser su secretario general y el director del Instituto de Estudios Liberales.

Mi salida comenzó en 1989, cuando ya los caciques regionales como Santofimio y Guerra lo tenían muy averiado. El rey de la opinión era Galán, pero él había armado rancho aparte y para forzar el matrimonio se inventaron la consulta popular —que sonaba a democracia y que en efecto destruía al Partido Liberal—.

La razón era obvia: desde su fundación en 1849, o en todo caso desde 1930, el partido había sido una federación de caciques que cada cuatro años se reunían para escoger al presidente de Colombia. Lo demás era humo.

Yo, de ingenuo, me oponía a la consulta porque soñábamos con un partido organizado, con comités de barrio y con capítulos obrero, campesino, indígena y así. Tanto que un día presentamos la propuesta ante la Dirección Nacional Liberal, y el presidente Turbay, con la sabiduría aplanadora que da el haber vivido mucho y no haber leído nada, me dijo con su sorna paternal: “Doctor Gómez, no me organice el Partido Liberal porque me lo desbarata”.

El caso es que el Partido Liberal se suicidó, Galán ganó la consulta y Gaviria, que había dado el salto a tiempo, acabó de presidente de Colombia. Y así llegó la Constitución del 91, que en realidad se hizo para estas dos cosas: para tranquilizar a Pablo Escobar y para que Álvaro Gómez y Antonio Navarro se deshicieran del Partido Liberal con el invento de la doble vuelta, la circunscripción nacional para el Senado y otro poco de arandelas.

Vino después el capítulo más triste. Por aquello del enemigo de mi enemigo, Gaviria y los Pepes, o el Cartel de Cali, acabaron unidos en la guerra contra Pablo Escobar, y los Rodríguez Orejuela acabaron mandando los dos millones de dólares que entraron a la campaña pero que el dueño no vio. Fue el tiempo de Samper y la vergüenza mundial y el juicio-farsa organizado por Serpa en un Congreso de mayoría liberal.

Saliendo de Samper siguió el relajo que habían diseñado Gómez y Navarro, hasta llegar a la loquera de 32 partidos en las elecciones del año 2000. Y entonces vino el batatazo de Uribe, que se montó en el odio universal contra las Farc y barrió en primera vuelta, triturando de paso lo poco que quedaba del glorioso Partido Liberal.

Uribe procedió a crear sus cinco partiditos de lambones, incluyendo a la U (el que Santos usó para que Uribe lo hiciera presidente) y a Cambio Radical (que al final no lograría montar a Vargas Lleras).

Gaviria mientras tanto dejó de denunciar los vínculos de Uribe con los paramilitares, y en otra voltereta le consiguió la bendición de los gringos y la OEA. Samper le lagarteó una embajada, pero acabó en Unasur porque allá andaban buscando a algún desempleado que sonara izquierdoso y que pudiera llamar por teléfono a los presidentes.

En fin. Humberto de la Calle pasó de vicepresidente desleal de Samper a candidato traicionado de Gaviria, y el joven Duque se nos trepó en puntillas por ser Uribe pero en versión dietética.

Pero Gaviria, con sus 49 muchachos-congresistas, saltó a apoyar a Duque y ahora dice no ser Gobierno ni ser oposición para poder cobrarle gota a gota los voticos en sabrosa mermelada. Algo tan feo que hasta los samperistas, que ya no tienen ministerios ni curules que cuidar, han decidido dignamente renunciar a su partido.

Y así termina la increíble y triste historia del cándido Partido Liberal y de sus jefes desalmados que feriaron en maromas, limosnas y vergüenzas la herencia que recibieron del primer protagonista de la historia de Colombia.

* Director de la revista digital Razón Publica.

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