Un muñeco genial

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Julio César Londoño
17 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
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El nombre de Stephen Hawking llegó a oídos del hombre de la calle en 1988, cuando publicó Historia del tiempo. Se vendieron diez millones de ejemplares en 20 idiomas y era ilegible en todos ellos. Salvo el primer capítulo, que contiene un tranquilo repaso de física clásica, desde Arquímedes hasta Newton, el resto del libro es un agreste tratado de astrofísica: Big Bang, conos de luz, teorema de la singularidad, frontera de sucesos, mecánica cuántica, relatividad, agujeros negros y otras oscuridades.

Cambridge lo adoró hasta el final. En parte en reconocimiento a su talento, claro está, pero también porque el prestigio de Hawking era uno de los mayores activos del venerable claustro. Buena parte de las donaciones que recibe la universidad, la debe a él. Por ejemplo los U$ 210 millones que Microsoft donó para crear allí un fondo para becas y un laboratorio de investigación de hardware. La admiración que sentía por Hawking, nadie lo duda, fue decisiva para que Bill Gates eligiera a Cambridge como la destinataria de esa fortuna.

Las opiniones sobre él van desde “el talento más rutilante de la ciencia contemporánea” hasta la sentencia de que era “una figura más mediática que científica”. El propio Hawking dijo cosas parecidas: “Muchos creen que soy un actor de reparto de The Big Bang Theory. La idea no me disgusta. ¡Ganaría más!”.

En cualquier caso, ya tiene asegurado un lugar en la historia de la ciencia por sus obras de divulgación, por los “teoremas de la singularidad”, desarrollados con Roger Penrose, y porque le dio un rostro a la ciencia, tan anónima en estos tiempos de grandes grupos de trabajo multidisciplinario. Y el rostro no pudo ser mejor: cuadripléjico, con voz sintetizada, ojos azules, rostro desfigurado, cabezón, reflaco, 42 kilos retorcidos (mitad monstruo, mitad muñeco de trapo), autor de complejas especulaciones astrofísicas y la reputación de ser una de las inteligencias más agudas de la historia, era un ícono que le iba como anillo al dedo a una ciencia que sueña con una “teoría del todo” y aspira a incubar cyborgs.

Amaba a Wagner. Por eso su música fue el fondo elegido para el homenaje que le organizaron sus colegas en enero del 2003. La ceremonia tuvo lugar en el patio central del claustro un sábado en la tarde, mientras el sol doraba los muros y las viejas torres de Cambridge. Hawking agradeció el homenaje con voz robótica y un discurso emotivo. El auditorio, la crema de la aristocracia inglesa y la ciencia del mundo, lo ovacionó de pie y la Sinfónica de Londres eclipsó el crepúsculo con La cabalgata de las valquirias. En ese momento llegó Roger Penrose, su profesor y compañero de investigaciones (nadie lo esperaba; se lo creía muy enfermo en un hospital de Oxford) y los dos sabios se fundieron en un abrazo estrecho y largo. “No quedó un ojo seco en el auditorio”, recordaba Hawking.

Le preocupaba que los computadores les tomaran tanta ventaja a los seres humanos en campos clave, y creía que la posibilidad de que ellos y los robots llegaran a controlar nuestras vidas no era una broma de la ciencia-ficción. “Los ingenieros genéticos deben hacer algo pronto... Con trasformaciones precisas del genoma podemos incrementar la complejidad del ADN y mejorar la inteligencia del ser humano”, sugirió.

Aunque podía creer en sucesos tan mágicos como el Big Bang, fue un ateo irredento. “Dios es una variable innecesaria en las ecuaciones cosmológicas” dijo con inglesa ironía. Indulgente, Dios le concedió una vida larga y el cariño del mundo, y ahora, con su íntimo big crunch del jueves, la posibilidad de explorar personalmente el agujero más negro, la muerte.

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