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Un paro perpetuo

Héctor Abad Faciolince

29 de mayo de 2021 - 10:00 p. m.

El paro, en el castellano de la península ibérica, significa lo mismo que aquí llamamos desempleo. Cuando allá dicen que “crece el paro”, aquí diríamos que sube el desempleo. Del mismo modo, allá, “los parados” son los que buscan trabajo y no lo encuentran. Tal vez aquí eso de “estar parado” no lo empleamos nunca por la inmediata asociación sexual con nuestro modismo de “tenerlo parado”. Ese problema en España no existe porque entre ellos el órgano masculino, “pipí”, se convierte en el femenino “picha”, de modo que pueden llegar a graciosos juegos de palabras como ese de que “el matrimonio dura hasta que dura dura”.

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Nuestro paro, sin embargo, que en buen romance es más revuelta callejera que paro, porque estos muchachos que salen a marchar están “cualquier cosa menos quietos” (según el eslogan de Universo Centro), creo que encuentra su raíz más profunda precisamente en eso: en que los jóvenes no tienen empleo, ni estudio, ni perspectiva alguna de mejorar un poco en la vida. Mucho menos es huelga, porque los jóvenes llevan más de un año holgando. Cuando el futuro al frente se cierra y no te ofrece nada, o lo que ofrece es ser albañil diez horas al día por el salario mínimo, o repartidor en Uber pedaleando como Egan para ganar mil pesos, entonces más vale “parar” y salir a la calle a bailar, a gritar o a tirar piedra.

Muchos viejos de clase media, jubilados, miran a los del paro con escepticismo, en el mejor de los casos, o con ira, y dicen frases como: “que cojan oficio estos vagos”, o bien, “que busquen destino en vez de hacer daños”, sin darse cuenta de que ese es el problema: que no tienen oficio, ni destino, ni futuro. Que los han educado mal y por lo mismo no tienen ni idea de quién es Salmona, por lo que les da igual un paredón cualquiera que el diseño geométrico de los ladrillos del gran arquitecto. O que en su imaginación toda estatua es de políticos o de conquistadores, por lo que les da igual Robledo que Nariño o Quesada que Córdova. Basta que estén en un pedestal para querer tumbarlos.

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Algunos colegas a quienes respeto en este diario (con su religiosa concepción marxista de la historia, que ellos creen científica) ven en la revuelta de los jóvenes, al fin, el amanecer de la revolución de los pueblos oprimidos. Después de las tinieblas, los jóvenes encienden la luz con sus incendios. Uno dice, siguiendo el catecismo, que lo que vemos son “motines con una incipiente organización de combate. Es la rebelión de la Primera Línea”. Otro, el que antes fuera gran aplaudidor de la revolución bolivariana: “Después de 40 jornadas en el desierto ya empezamos a ver la Tierra Prometida… Ante la marea de las multitudes, una hermosa avalancha, las castas se desmoronan”.

Es posible que tengan razón, que la revuelta juvenil a la que asistimos se enmarque en la teoría marxista de la lucha de clases y que el pueblo descastado no desea otra cosa que tumbar las estatuas y cortar las cabezas de los hidalgos. Un viejo reformista socialdemócrata como yo, liberal (no del partido ese), piensa que lo que necesitamos es darles a esos jóvenes, que con razón protestan, un motivo para creer en un futuro mejor: educación y trabajo de calidad, bien pagado y con tiempo libre para gozar la vida. Lo que más odian los maximalistas de la línea dura es a los reformistas, a los moderados, a los que transigen, a quienes no creen que “la empresa y los empresarios” sean el enemigo.

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Las sociedades menos injustas y menos infelices del mundo son las socialdemócratas. Los experimentos demagógicos, populistas o comunistas a ultranza no han traído más que opresión y miseria. El sueño del amanecer se convierte en pesadilla al mediodía. El caso es que los reformistas, ahora, estamos más arrinconados que nunca por los fascistas que piden represión y muerte, y por los maximalistas que exigen el paraíso. No importa, aquí seguiremos parados en este rincón del purgatorio, hasta que nos oigan o hasta que nos destierren o nos maten.

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