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A las 5 de la mañana, como una novia ilusionada, emprendió la maestra su viaje de nupcias con la educación.
Era en la vereda El Triunfo, a dos horas de camino subiendo la Sierra Nevada de Santa Marta. Al llegar, un grupo vestido de guerra le dio la bienvenida, pero con la valentía que se apodera de los justos se dispuso a reparar y limpiar con sus manos las huellas que había dejado la violencia. Esa noche había habido una toma añadiendo a la precariedad, producto de años de corrupción, sus marcas en las paredes de la escuelita: techos dañados, escasez de sillas, tableros antiguos sin tiza, paredes sin pintar, carencia de bibliotecas, de ordenadores y hasta de letrinas; por esto, los chicos abonaban la tierra en vez de usar un baño.
Esa mañana la maestra bailó y cantó con los niños como queriendo borrar, con la magia del amor esa mirada triste que deja la injusticia social. Como toda una maestra abnegada, cumplía con las estrategias que se inventa el Ministerio de Educación para mejorar la calidad y ampliar la cobertura con ese cuento de la Revolución Educativa. Pero, una noche, en la escuela fracasó la Revolución Educativa y hasta el plan decenal, porque el mismo grupo con su atuendo de guerra, de esos que les gusta derramar la sangre, despojó de sus tierras a los campesinos y toda la comunidad educativa quedó desplazada.
Dos son los obstáculos que aún enfrenta el sueño de la Revolución Educativa: por un lado la violencia que aún sigue campante en nuestro Caribe, y por otro, la corrupción. En nuestra región, las cifras no mienten: en la Zona Bananera, 45 de cada 100 niños son huérfanos por la violencia y, en todo el Magdalena, cerca de 17.000 niños en edad escolar fueron desplazados entre 2000 y 2005. Según el Programa Presidencial de Derechos Humanos, Magdalena fue el quinto departamento de mayores muertes a sindicalistas y maestros del país entre 1997 y 2002, y además, el Magdalena está en el rango de más alto riesgo de corrupción, según el informe de Índice de Trasparencia de la Corporación Transparencia por Colombia.
No obstante estas barreras, hace apenas unos días, un nuevo plan decenal de educación fue soñado para el Magdalena; la Ministra hizo el lanzamiento con el gobernador en medio de aplausos y felicitaciones. Pero una dura tarea nos espera; lograr la gran transformación social del Caribe desde las aulas, resolver con los libros lo que el conflicto ha creado con las armas, en medio de la corrupción, la violencia y sin presupuesto.
Es un sueño para los maestros imposible de alcanzar a menos que podamos contar con un recurso humano capacitado que perfile al Caribe como una potencia en la sociedad del conocimiento. Pero para ello se requiere que el conocimiento deje de ser una mercancía inalcanzable para los pobres y se convierta en un derecho de todos. Según el DANE, sólo dos de cada 100 jóvenes tienen acceso a la educación superior en el país; en el Caribe son aún menos los que acceden a la universidad, y si nos referimos a posgrados, especialidades y maestrías, las cifras son más alarmantes. Ni qué decir del presupuesto, irrisorio, que se invierte en investigación. Así, ¿cómo vamos a hacer la Revolución Educativa?
Por fortuna en los pueblos del Magdalena, a pesar de la pobreza y falta de presupuesto, el índice de delincuencia juvenil y el de niños en la calle es bastante reducido comparado con el de las grandes ciudades del país. Esto gracias, sin duda, a la preservación de nuestras costumbres, a nuestras tradiciones culturales y familiares, que aún se mantienen, a pesar del conflicto.
Es que en mi Caribe, las abuelas son alcahuetas y crían a los nietos, los hijos llegan a viejos, amparados en el hotel mamá, abuela o tía, que los mantienen hasta que fallecen. La alegría costeña, el baile, la bulla, la parranda y la mamadera de gallo alimentan el alma de los niños que crecen en el Caribe rodeados de perdón. En mi departamento, los niños se amañan y son muy pocos los que se van de la casa. Debe ser que la inmensidad del mar les recuerda que es más peligroso huir y que es mejor pescar, bañarse en un río de la Sierra y dormir en la hamaca del abuelo.
Luz Marina Cantillo Romero. Santa Marta.
Molano y los toros
Como profesor de filosofía del Colegio Cristo Rey de Leticia, quiero dar una plausible respuesta a la pregunta de Alfredo Molano en su columna del domingo 25 de julio de 2010, “¿Qué derecho humano violan las corridas de toros, las riñas de gallos, el coleo o el circo de pulgas?”.
A partir de una concepción antropocéntrica, se elaboró la hipótesis del contrato social, que excluyó a los demás seres vivos, como por ejemplo los animales, de ser sujetos de derecho, en correspondencia a las ciencias físicas que consideran la naturaleza como un objeto para ser dominado. Desde la perspectiva que el ser humano se percibiera a sí mismo, sus concepciones muestran que, más allá de una sana autoestima, sus tesis más parecen fruto de una ilimitada vanidad: Su planeta como el centro del universo, su creación a imagen y semejanza de Dios, o después de millones de años de evolución de la naturaleza llegar al resultado del ser humano. Desde esta postura antropocéntrica, los lectores de Molano nos enfrentamos a una pregunta formulada en el marco del principio de no contradicción, porque contiene la respuesta: las corridas de toros no violan los derechos humanos, porque los toros no son seres humanos.
Pero, en el campo de la filosofía del siglo XXI, la pregunta, que invito a plantear, es: ¿Además de derechos, los seres humanos también tenemos deberes para con los demás seres vivos? Yo considero que tenemos responsabilidad para con las otras especies. Nuestras diversiones no pueden ser a costa de otros seres vivos. Por el contrario, es a partir de la vida, la prudencia, el respeto y el amor, principios éticos que además de posibilitarnos participar de una comunidad de seres humanos, debe incluir a los otros seres vivos, como lo son los animales.
La mayoría de la especie humana, irresponsablemente, convertimos a todo el Planeta en una plaza de toros, donde simbólicamente el toro representa a toda la naturaleza, y toda la gran masa de seres humanos es representada por el torero. El derecho a la felicidad es un derecho humano que tienen las personas vivas presentes, que debe estar en armonía con el deber de cuidar las condiciones necesarias de vida y de felicidad de las futuras generaciones.
La hipótesis que debemos proponer es considerar a los otros seres vivos, como los son los animales, fines en sí mismos, no considerarlos sólo medios; son seres vivos con sentimientos, con derechos y, como afirma Jonás, seres morales en sí mismos.
Carlos Alfredo Vargas Sánchez. Leticia.
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