Una cita a ciegas

Sorayda Peguero Isaac
28 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

La culpa fue de Marguerite Duras. Su novela La lluvia de verano empieza así: “El padre se encontraba los libros en los trenes de cercanías”. Por aquellos días, yo abordaba un tren a diario. Mis estanterías eran insuficientes para la cantidad de libros que había acumulado por afición y oficio. Eran como plantas carnívoras que amenazaban con engullirme en cualquier momento. Pensé que el tren del mediodía me serviría para ejecutar mi plan con discreción. A esa hora podía entretenerme buscando un vagón vacío. No quería que alguien me viera, que pensara que había dejado un libro en el asiento sin querer. Entonces tendría que agradecer, con mi sonrisa más teatrera, que un pasajero cortés remediara a tiempo mi despiste. Reconozco que después de cada abandono sentía cierto remordimiento. Pero también sentía una alegría íntima. Esperaba que los acogieran como hacía el padre de la novela de Marguerite Duras: “Como si fueran un regalo, tras los fallecimientos o las mudanzas”. Esperaba que un mantra aliviara mi consciencia en el camino de regreso a casa: a los libros les sienta bien viajar.

En la novela de Marguerite Duras el padre y la madre no han podido conseguir un carnet de la biblioteca municipal. El Ayuntamiento les dio una casa para ellos y sus siete hijos. Comen papas rehogadas con cebollas todos los días. Duermen apiñados en habitaciones desangeladas. Malviven. Pero tienen un pase gratis para viajar en tren y, afortunadamente, hay gente que deja libros en los asientos de los trenes. Es un placer que solo los padres pueden permitirse. Ninguno de los siete niños sabe leer.

Algunos dicen: “Tontos los que no leen, no saben lo que se están perdiendo”. Resulta fácil olvidar que los libros son un privilegio que no está al alcance de todos. Es mucho lo que nos ofrecen, pero a cambio nos demandan tiempo y silencio. También nos exigen dinero, o por lo menos el libre acceso a una biblioteca pública. Quien no cuenta con estos recursos, quien no lee, no sabe lo que se pierde, pero bien se puede ser feliz así. Si fuéramos conscientes de todos los placeres que se nos niegan, sería tal nuestro desconcierto que nos resistiríamos a poner un pie fuera de la cama.

“Un libro no es mejor que una roca —decía Henry Miller—, un árbol, una criatura salvaje, unas nubes, una ola o una sombra en la pared”. Para Miller, una de las esperanzas que acompañan nuestro primer encuentro con un libro es la de conocer a alguien afín a nuestro corazón. No es frecuente que esto suceda por prescripción de un erudito. ¿Listas de autores imprescindibles? ¿Imprescindibles para quién? ¿Cómo puede adivinarse la mecánica que atrapa un corazón?

Los libros que más les gustaban a los padres de La lluvia de verano eran los de personajes célebres. Les fascinaba reconocer aspectos de sus propias vidas en las biografías de gente importante, descubrir que, más allá de la celebridad, esos personajes de libros parecían tan reales como ellos, tan frágiles como ellos, tan humanos como ellos, aunque estuvieran muy lejos de vivir en una casa prestada, y de comer papas rehogadas con cebollas cada día. Es como el primer roce de unas manos. Como cuando dos desconocidos rompen la barrera de la distancia física. Ninguno sabe con certeza lo que pasará luego. A veces, tras pocos minutos, tienen la intuición de haber llegado al encuentro en el momento adecuado. Ni antes ni después. Visto así, dejar libros en los trenes es como ir repartiendo invitaciones para una cita a ciegas.

sorayda.peguero@gmail.com

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