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Una de piratas

Pascual Gaviria
03 de diciembre de 2008 - 02:32 a. m.

LOS NAVEGANTES AFRICANOS, acostumbrados a tirar su nuez de metal al mar como quien tira un puente corto entre dos orillas, han encontrado nuevas maneras para sus faenas marinas, opciones un poco más sofisticadas y audaces.

Pasar del asalto suplicante a una costa a la vida de viento en contra y fusil al hombro de los piratas no parece una mala jugada. Es mejor hablar con los ministros de defensa que los directores de la Cruz Roja. Los más afortunados africanos del norte que logran llegar a las costas españolas, en flotadores, en barcas de juguete, en lanchas de pescadores, se dedicarán a la más vulgar de las piraterías, a esconderse de los policías en las salidas del metro o en las esquinas de las plazas. Venderán discos y libros copiados en las aceras. Un juego triste de gatos y ratones.

En cambio, la verdadera aventura pirata promete mejores emociones y menores riesgos. Nadie pondría diferencias entre los precarios navegantes de Argelia, Chad, Níger y Sudán que ponen su vida en la hélice de un motor Yamaha de 40 caballos y los más avezados marinos de Nigeria y Somalia que abordan yates de lujo, pesqueros de atún o grandes petroleros. Los piratas tienen buques nodriza para lanzar sus ataques en lanchas rápidas y llevan GPS en vez de un arrume de botellas de agua. Unos y otros podrían ser descritos por las palabras de Conrad para la tripulación de un barco de piratas en tiempos de Napoleón: “Duros como clavos y ávidos como lobos de las delicias de tierra”. Y podría decirse que comparten un mismo sueño para su botín. Los piratas somalíes que en abril pasado secuestraron el atunero español Playa Bakio, comenzaron por robar los tenis de los tripulantes y asaltar una suculenta despensa de botellas que encontraron a bordo. Tesoro muy cercano al que compran los inmigrantes con sus primeras monedas.

Sin embargo, las patrulleras españolas están ocupadas defendiéndose de la invasión de lanchas que parecen restos de basura empujados contra las compuertas de Melilla.

Los navegantes moribundos resultan más peligrosos que los bucaneros de Puntlandia, un nombre que parece sacado de la geografía de un libro de aventuras. La costa norte de Somalia, la nueva tierra para el florecer de los piratas, tiene parecido con la isla La Tortuga y sus historias de renegados que en tierra se dedicaban a la caza y en mar a las rapiñas. Según las crónicas, esta isla que Haití parece tragarse con sus mandíbulas, era tierra de nadie, isla para las costumbres salvajes. Un refugio para encontrar pólvora, alcohol y carne en parrillas primitivas: “Sus ejercicios son tres: ir a la caza, plantar y navegar como piratas… Gastan el resto de sus ganancias con grande liberalidad, dándose a toda suerte de sucios vicios, siendo el primero la borrachez con el aguardiente que beben del mismo modo que los españoles agua común (...) los taberneros y rameras se preparan a tropas aguardando la buena llegada de los sucios bucaneros”.

Los piratas de Puntlandia no son grandes marineros, sólo tienen una costa sin control, una nueva Isla Tortuga desde donde pueden vigilar sus presas y negociar sus rescates. Sus aventuras son cortas y tienen fama de tratar bien a sus rehenes. En todas sus comunicaciones dejan claro que sólo les interesa el dinero y que sus armas son para disparar al cielo. Y se dan el lujo de pactar el precio desde un hotel de lujo en Londres, porque no todo puede ser vida salvaje. Los nuevos piratas ya tienen su nueva flota enemiga. Los contratistas privados de seguridad gringos que actúan en Afganistán e Irak, Blackwater con una calavera y dos tibias, han creado una división marítima. Nuevos tiempos para oficios viejos.

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