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Una procesión que viene de atrás

Eduardo Barajas Sandoval
30 de junio de 2020 - 06:00 a. m.

Los Estados Unidos entraron al segundo milenio convencidos de que estaban a la cabeza del mundo. Les inspiraba la idea peregrina de “haber llegado de primeros a la meta de la historia”. Aspiraban a marcar con su impronta el futuro previsible. Dos décadas más tarde, se pueden sumar al espectáculo de repúblicas que en otra época menospreciaban desde Washington por la precariedad de sus credenciales.

No deja de ser paradójico que, en el seno de un país que para muchos ha sido paradigma de libertad y democracia, donde suponían que todo estaba organizado a cabalidad, se hagan evidentes debilidades institucionales y fracturas sociales que reviven problemas que a estas alturas ya deberían haber sido resueltos, para corresponder a sus postulados fundacionales.

Como en procesión dolorosa, ahí está otra vez a la vista un desfile de problemas ancestrales que contradicen los logros de una sociedad pujante que, a pesar de su éxito en muchos campos, continúa afectada por la presencia recurrente de la violencia y la desigualdad.

Los sucesos recientes evocan el hecho de que ese país se construyó en desarrollo de una epopeya de ocupación territorial marcada por el recurso a las armas como instrumento de la ampliación arrolladora de fronteras. Premisa de una conquista que, dentro de sus argumentos, no dejó campo para el mestizaje y dio paso a una sociedad que entiende las armas como parte del atuendo cotidiano.

Parecería que la violencia represiva corresponde al tono generalizado del recurso a la fuerza como argumento. Esa lógica ha llegado a inspirar inclusive la existencia de organizaciones sociales que, en la “América profunda”, mantienen tradiciones originarias de la guerra de independencia y se congregan, con finalidades diversas, bajo jerarquías propias de milicias dispuestas a actuar por su cuenta.

La desigualdad social corre paralela, con crisis de identidad de origen y contenido variable, según procedencia cultural, creencia religiosa, idioma originario y condición racial. Aspecto este último que se manifiesta en los escenarios más insospechados de la vida cotidiana. Como cuando es preciso llenar formularios oficiales que exigen definir la pertenencia racial de cada quien. Reflejo de un ánimo de clasificación que, trasladado a la cotidianidad, ha llevado, por ejemplo, a que la noble lengua de Cervantes se identifique con el desempeño de oficios menores.

También corre rauda la desigualdad económica, acentuada a extremos que han conducido a que el tema entre abiertamente a formar parte del debate político nacional, cuando se trata de escoger presidente, como lo atestigua el discurso de los precandidatos demócratas Bernie Sanders y Elizabeth Warren. En la misma dirección, crece en centros de altos estudios la audiencia del reclamo que formula el francés Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI y Capital e ideología, en busca de reformas en favor de la igualdad.

No han faltado, en el nuevo panorama, manifiestas deficiencias institucionales como la del sistema de salud, objeto de controversia política y puesto a prueba con la primera pandemia del nuevo siglo. Tampoco la disputa, en torno a las atribuciones de control del orden público, entre los poderes del presidente de la Unión y los de los gobernadores de los estados. Y algo inimaginable hasta ahora: el hecho de que los militares se hayan visto “arrastrados” por el presidente a participar en actos públicos de inocultable significación política.

Todo parece conducir a que la irrupción del populismo fue la causa que vino a desatar, otra vez, el desfile de estos problemas a medio resolver en el seno de la sociedad estadounidense. El triunfo insospechado de argumentos elementales, la apoteosis de la improvisación, la falta de experiencia sumada a la ignorancia de los asuntos del Estado, y la omisión de responsabilidades de autoridad moral inherentes al ejercicio de la presidencia han venido a poner a prueba la fortaleza bicentenaria de las instituciones.

Con su esquema mental de científico exitoso, un inmigrante nacido en los suburbios pantanosos de Bombay, ahora ciudadano estadounidense, ha hecho el análisis más escueto y optimista del actual proceso: se trata de una dura prueba que, por molesta e indignante que sea, en caso de ser superada permitirá que se aclaren muchas cosas y se fortalezca una institucionalidad llamada a ser, en sus fundamentos, válida para el siglo XXI.

Para superar la prueba, dice, los Estados Unidos cuentan con una comunidad académica autónoma, crítica y edificante, que puede contribuir al debate en curso sobre el futuro de esa sociedad y de los sistemas político, económico y cultural que pueden sustentar su avance en el nuevo milenio. También cuentan con servidores públicos profesionales, medios de comunicación y sectores sociales capaces de balancear el embate de una interpretación primitiva y violenta de la sociedad y de la forma de arreglar los problemas históricos que la aquejan.

Siguiendo esa línea, en lugar de interpretar el momento como una catástrofe no advertida, se puede entender que la crisis misma representa una oportunidad histórica que permitiría corregir el rumbo, para que un país tan poderoso, como el que han sido capaces de conseguir, encuentre el camino del futuro. Todo eso sobre la premisa de que la opción de enmienda se imponga en las elecciones de noviembre y propicie los debates y ajustes necesarios. Antes de que sea tarde.

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