Una sobredosis de insensatez

Rodrigo Uprimny
07 de octubre de 2018 - 01:40 a. m.

Es posible que el decreto del presidente Duque que ordena a la Policía destruir la droga encontrada en requisas sea muy popular, porque muchas personas pueden creer que es una protección frente al terrible problema de la adicción a las sustancias psicoactivas. Pero en realidad ese decreto sufre una sobredosis… de insensatez, pues reproduce algunos de los más arraigados errores y prejuicios de la política frente a las drogas de las últimas décadas.

Primero, el decreto supone que la represión es un buen instrumento para reducir el consumo de drogas. Pues no olvidemos que de eso se trata: de reprimir a los usuarios sometiéndolos a constantes acosos policiales y al riesgo de que terminen en la cárcel incriminados como traficantes. Sin embargo, la evidencia acumulada en décadas muestra que ese supuesto es falso. Que en vez de la represión ciega y torpe, que es la que plantea el decreto, funcionan mucho mejor las políticas inteligentes de regulación estricta de las sustancias psicoactivas, con criterios de salud pública, pero respetando los derechos de los usuarios, como la exitosa política frente al tabaco derivada del Convenio Marco de la OMS.

Esta estrategia contra el tabaco está basada en el suministro de información rigurosa al usuario, la prohibición de la propaganda, altos impuestos y restricciones a las ventas (solo en ciertos lugares y nunca a menores) y al consumo (prohibido en ciertos espacios), pero sin llegar a la prohibición. Los resultados son notables: en todos los países en donde esa política ha sido aplicada, el consumo de cigarrillo ha bajado sensiblemente, mientras que, en muchos de esos mismos países, la represión no ha logrado reducir el consumo de las sustancias ilegales, que se ha mantenido estable o ha aumentado. En Colombia, las encuestas de consumo de 2008 y 2013, que son las únicas que tienen datos comparables, muestran que el consumo de tabaco en el último mes cayó del 17 % al 13 %, mientras que el consumo de marihuana en esos años subió de 1,5 % a 2,2 %.

Segundo, el decreto supone que todos los usuarios de drogas son adictos o consumidores problemáticos y que por ello a todos hay que reprimirlos. Pero no es así: con la mayoría de las sustancias ilegales sucede lo mismo que con el alcohol: solo una minoría de consumidores termina en problemas. Por ejemplo, la mayoría de los usuarios de cannabis vive décadas o toda su vida consumiendo en forma moderada sin problema personal serio; o bueno, tienen un problema práctico: encontrar cannabis de buena calidad, sin ser acosados por la Policía o terminar en la cárcel acusados de traficantes.

El decreto reprime a todos los consumidores, sin hacer la necesaria distinción entre cuatro tipos: i) aquellos que son dependientes y requieren ayuda y apoyo, pero no represión; ii) aquellos que hacen un consumo riesgoso, como manejar bajo el efecto del alcohol, quienes deben ser sancionados por ese grave comportamiento, pero no por ser consumidores de alcohol; iii) la inmensa mayoría de usuarios que simplemente consumen recreativamente, quienes deben recibir información sobre los riesgos de esas sustancias y se les pueden imponer algunas restricciones sobre los lugares de consumo pero, si uno cree realmente en la libertad, debían ser dejados tranquilos, y iv) finalmente los niños y niñas, frente a quienes debe haber una prohibición de consumo, como existe con el alcohol o el tabaco, por su falta de autonomía y su desarrollo neurológico incompleto.

Por limitaciones de espacio, en esta columna solo puedo tocar estos dos errores y prejuicios que subyacen a este decreto, pero abordaré en siguientes columnas las otras irracionalidades de esta política insensata.

* Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

 

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