Una vida sin Dios

Valentina Coccia
27 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Últimamente he discutido mucho con mis amigos y familiares religiosos sobre cómo una persona como yo, sin una fe verdadera en la existencia de un ser supremo, puede ser feliz y tener unos preceptos morales que le ayuden a vivir en armonía consigo misma y con los demás. Francamente, este tipo de preguntas me han llevado a tener también una discusión conmigo misma, a leer libros, a explorar un poco más el ámbito religioso, y a cuestionarme sobre si realmente se necesita de la religión para vivir una vida plena y dichosa.

Crecí en un hogar diverso. Mi madre, completamente católica, me llevaba a la misa todos los domingos, me empujaba a creer en la existencia de Dios, y a menudo utilizaba la culpa como instrumento para convencerme de que Dios existía, y de que debía amarlo sobre todas las cosas para que mi vida tomara una dirección consistente y segura. Aunque la idea de Dios me asustaba en muchos aspectos, no quería desilusionar a mi madre, que muchas veces encontraba en la religión una razón para ser buena y generosa conmigo y con los demás. Mi padre, contrariamente, siempre ha sido un ateo acérrimo y casi fundamentalista. Nunca ha creído en la idea de Dios, y aunque siempre ha respetado las creencias ajenas, nunca se ha parado en la hipócrita posición de mostrar que cree aunque no lo hace. Mientras mamá me llevaba a la iglesia, papá me enseñaba la belleza de la poesía, a apreciar la magnificencia de las sinfonías de Beethoven, el elocuente drama de las óperas y de la música de Verdi. Papá encontró siempre la plenitud que mamá encontraba en la iglesia en el éxtasis de la música, en la belleza de los libros, en la pasión por la ciencia y el conocimiento, y esto nunca lo hizo menos generoso, jovial o respetuoso de la vida de los demás. Aunque mis padres tuvieran posiciones tan distintas a este respecto siempre vivieron en armonía: mi padre respetaba la fe de mi madre, y mamá siempre admiró y apreció la inteligencia y la pasión por el conocimiento de papá. Sin duda, una de las lecciones más valiosas que acogí al crecer en mi hogar fue que podemos respetarnos y amarnos los unos a los otros sin importar qué creencias tengamos. El amor y la felicidad son patrimonios invaluables que están a disposición de todo el mundo, tanto de aquellos que son religiosos como de aquellos que no lo son.

Eventualmente, y después de arduos procesos, decidí vincularme a aquello que mi papá me enseñaba: encontré mucha más tranquilidad y dicha en el arte, la literatura, la música y la danza antes que en la iglesia, y ahora quisiera exponer cómo he decidido vivir conforme a mi propio criterio, y a la tranquilidad que me brindaron mis padres frente a pensar y creer en aquello que yo quería.

Mamá muchas veces encontraba consuelo y guía en la religión. Frente a alguna adversidad usualmente le prende una vela al Niño Jesús, a la Virgen María o a algún santo de su preferencia, dice un rosario y le pide sabiduría a Dios para enfrentar los obstáculos que la cotidianidad le impone. Aunque nunca supe cómo papá enfrentaba las cosas, también lo veía tomando sabias decisiones frente a las situaciones adversas, enfrentándolas con una fortaleza que nunca he conocido en nadie. Personalmente, creo que el autoconocimiento es la mejor forma de consolarse y encontrar soluciones. En esto he sido mucho más asertiva que papá: he encontrado sanación a través de diversas vías terapéuticas, y en muchas ocasiones he encontrado gran sabiduría en la práctica de la meditación. La religión, cobijándonos bajo el piadoso manto de Dios, sana nuestro niño interno y nos consuela frente a las duras pruebas que la vida nos pone. No profesar fe alguna nos invita a conocernos mucho mejor, pero además nos invita a enfrentar la zozobra de la vida con mayor valentía, aceptando que no siempre las cosas irán como esperamos y que nuestra tarea en este mundo es enfrentar con valor las dificultades que se nos presenten.

Por otro lado, muchos católicos y cristianos fervientes afirman que Dios tiene un propósito para la vida de cada uno, y que debemos seguir con obediencia sus preceptos para tener una vida feliz y para realizar una labor útil a la sociedad. De acuerdo a lo que mis padres me enseñaron (y esta es una enseñanza que viene de ambos a pesar de sus enormes discrepancias a nivel espiritual), pienso que el único propósito por el que vivimos en comunidad es hacer de la vida de otros un espacio algo más feliz, ameno y sencillo para todos. Este es el propósito de vivir todos juntos en el mundo: ser un soporte para los demás a través de nuestra compasión, misericordia y demás cualidades, haciendo de nuestra convivencia algo más ameno y llevadero. Un hombre que vende autos debe hacerlo con el ánimo de hacer felices a sus clientes; una madre con una familia numerosa debe ayudar a sus hijos a crecer de la mejor manera; un músico debe difundir su obra de arte para que le llegue al resto del mundo. Si podemos hacer mejor la vida de los demás, creo que nuestro propósito en este mundo se ha cumplido.

Finalmente está la cuestión de la felicidad y la tranquilidad. ¿Cómo podemos vivir felices sin profesar religión alguna? ¿Cómo podemos estar tranquilos y vivir sin culpa? Las personas religiosas usualmente creen en una vida después de la muerte. Yo pienso que tengo una única vida para ser feliz, y aunque trato de ser buena persona y de no infringirle daño a nadie, me produce mucha más dicha pensar que tengo una sola oportunidad para vivir en este mundo. Mirando la vida con estos lentes, disfruto mucho más de la compañía de las personas que amo, de la luz refrescante del amanecer, de la risa indomable de mis pequeñas alumnas, de la belleza de mi trabajo, de la dicha que se acumula con mis actividades artísticas. Y a la luz del tiempo finito, incluso veo un sentido en mis equivocaciones y sufrimientos, que mal que bien me han llevado a fortalecer mi carácter y a librarme de aquellas cargas innecesarias que muchas veces llevamos a cuestas.

A aquellos lectores religiosos les pido que no se apiaden de mí, que no manden a decir misas a mi nombre, ni que oren para la sanación de mi alma. A aquellos que son más acérrimos, pedirles que no vayan a pensar que soy una hija de Satán, o que mi vida está condenada a la desdicha y la desgracia por no creer en un ser supremo. Como mis padres me enseñaron, religiosos o no, el amor es un patrimonio que nos pertenece a todos y aunque no lo crean, queridos y religiosos lectores, tenemos más en común de lo que ustedes piensan. Quisiera decirles que cada quien es libre de escoger, y que si sus caminos espirituales los ayudan a ser mejores y a vivir con mayor plenitud, me alegra infinitamente por ustedes. Yo opté por no profesar fe alguna, y esto ha ayudado a que mi vida, por lo menos por el momento, sea mucho más feliz y plena. No me juzguen; miren mi humanidad, esta que les ofrezco con mis manos abiertas, tómenla y guárdenla en sus corazones para que recuerden, en los tiempos más álgidos, que en esta tierra hay una vida maravillosa que espera ser vivida, y que debemos compartir el corto tiempo que tenemos en la más absoluta armonía, con un amor refulgente hacia todos los que viven en este mundo.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

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