Disparan a quemarropa, a patadas contestan con tiros, ríen y disfrutan mientras lanzan aturdidoras desde los tanques (el video lo corroboró Human Rights Watch), revientan la marcha desde lejos y que le caiga al que le ha de caer.
Todo esto y mucho más quedó grabado en algún celular y circula por redes sociales desde hace varios días. También los fotógrafos profesionales se exponen para cubrir la brutalidad policiva y del Esmad. Ya hubo portada en The New York Times. El gobierno de los Estados Unidos pide respeto por los derechos humanos. Lo mismo que la ONU y la OEA. The Guardian anunció que recibe videos.
Los que marchan graban. Los policías graban. Los que pasan por ahí graban. Los que miran desde lejos también. El video de un asesinato llevó a más marchas. Y a más videos. Y estos probablemente a más marchas. Y nuevos asesinatos.
Las cámaras registran, pero también participan de los hechos. Los incentivan.
En su ceguera absoluta, en vez de una reforma al aparato represivo y sus doctrinas, el gobierno de Duque cree que la protesta se administra con el relato salvaje de siempre. El guion lo recordó Uribe en Twitter y nos lo tradujo y sintetizó el algoritmo encargado de patrullar tierras inhóspitas: “glorificación de la violencia”.
Quienquiera que esté a cargo (y realmente no es fácil saberlo), la orden parecería sencilla: saquen los juguetes, disparen a lo que da, cuadren infiltrados (hay videos), rompan todo, justifiquen lo que viene… ¿pero y las cámaras?
Apuntar a los ojos de los marchantes es una opción cada vez más popular. La favorita en Chile.
Los vandalismos también están grabados. Los que parecen reales y los falsos positivos. Pero por mucho que les agreguen calificativos tipo vandalismo “criminal”, vandalismo “narcocriminal”, vandalismo de la “revolución molecular disipada”, cualquiera que sea la fantasía antisubversiva, hemos visto que las fuerzas del supuesto orden, cuando quieren, tiran a matar.
Lo uno no invisibiliza lo otro.