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Ver morir a un hombre

Pascual Gaviria
30 de septiembre de 2009 - 02:30 a. m.

ALGUNOS DE LOS QUE VENÍAN MÁS atrás todavía pitaban con furia, intentando mover la maldita fila de carros, regalando una última rechifla para los oídos del hombre que mueve su cabeza de cara al cielo, que parece decir no, que marca la calle con un hilillo insignificante y terrible. Imposible saber si todavía oía esas bocinas, si para él sonaban distintas, si eran una extraña advertencia, un rumor o un estruendo inexplicable.

Como si fueran una guardia entrenada los motociclistas lo fueron cercando poco a poco, formaron un corrillo desorbitado a su alrededor. Todos se quitaron el casco para la ocasión y marcaban sus teléfonos, miraban a los lados, volvían a mirar al hombre en el suelo, parecían suplicarle. Uno de ellos se inclinó sobre el atropellado y le puso una mano sobre el hombro: “Tranquilo, tranquilo que ya viene la ambulancia”, intuyo que le decía con la piadosa intención con que se le miente a un niño.

En el cruce, cerca al corrillo, los carros se habían silenciado. Una campana de vidrio había caído sobre la escena. Por un minuto nadie atendió a los semáforos. Las caras aterradas de la romería fortuita que impone la muerte en la calle, ese cortejo de desconocidos que contará la pequeña historia en la noche, contrastaban con la tranquilidad del hombre en el suelo que parecía espantar un mal sueño. La bicicleta era un nudo indescifrable bajo las llantas del camión. El chofer se había bajado de un salto y ahora no podía moverse. Tantas historias de atropellados, tantos accidentes contados en las tardes largas de los derrumbes, en las noches de los parqueaderos; pero ahora todo era distinto: nada de presentimientos ni estruendos, apenas el gesto repetido de un timonazo, la historia sencilla para el plano infantil que dibujan los agentes de tránsito. Y tan inexplicable al mismo tiempo, un simple parpadeo convertido en un relámpago. Ahora el chofer podría responder la pregunta del poeta: “… por qué la gente creía que el momento de la muerte / era más cierto o intenso que el de ahora”.

El muerto en la calle entrega una fugaz colección de supersticiones y temores para las cincuenta personas que han presenciado su agonía. Lo primero son las reflexiones sueltas que siguen la letra de un poema: “Podía ocurrir. Tenía que ocurrir. Ocurrió antes. Después. Más cerca. Más lejos. Ocurrió; no a ti… Debido a, ya que, y en cambio, a pesar de. Qué hubiera ocurrido si la mano, el pie, a un paso, por un pelo, por casualidad…”. Luego lo que resta del día se convierte en un ripio insignificante. Atender nuestras preocupaciones parece un insulto, cumplir las citas pactadas resulta ser una trivialidad. Y todavía falta el asalto imprevisto de nuestros fantasmas: el hombre tirado en la calle ha espantado las sombras y los recuerdos que habíamos logrado encerrar en la jaula de los sueños y los malos pensamientos.

Terminé la tarde subiendo a El Boquerón en bicicleta, temiendo como nunca el rugido de los camiones a la espalda, intentando recordar la aparición de los tres o cuatro cadáveres que en mi vida he visto sobre la carretera. Pensando que la escena de ese modesto accidente y la agonía de ese hombre en la calle se superponen a las muertes insignes, a las tragedias que logran conmover al mundo.

Ya oscuro, bajando de El Boquerón, un perro negro me embistió a toda carrera, puliendo sus uñas contra el pavimento. Una sombra más para el día de los sobresaltos. Recordé un poema que describe el rumor de la ciudad desde esa misma ladera: “Suena como un trueno, como el trote de muchas pezuñas, una recua de bestias en desbandada”.

wwwrabodeaji.blogspot.com

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