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Verdad, belleza, número

Julio César Londoño
22 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Entre las muchas locuras del ser humano está la búsqueda de la fórmula de la belleza, una ocurrencia casi tan demencial como la de fabricar una máquina de la verdad, el sueño que acarició Bertrand Russell cuando pensó que la lógica matemática era el lenguaje perfecto que nos libraría de paradojas y de proposiciones circulares y hechizadas (“Todos los cretenses mienten, dijo un cretense”). Russell, quizás el hombre más sabio del siglo XX, trabajó en su delirio muchos años. Cuando puso el punto final a los gruesos volúmenes de su Principia Mathematica, le llegó la noticia de que el lógico austriaco Kurt Godel había demostrado un teorema que probaba la imposibilidad de construir sistemas formales consistentes. En realidad parecía más una maldición que un teorema. Nos condenaba a errar por toda la eternidad, a no hallar la perfección nunca, ni siquiera en matemáticas. A ser esclavos por siempre de las paradojas, la incertidumbre y las contradicciones, esos monstruos “lógicos” que son falsos y verdaderos a la vez. O peor: que resultan falsos si los suponemos verdaderos, y verdaderos en cuanto los tachamos de falsos.

No es menos demencial la promesa de Facebook, encontrar el algoritmo de la verdad, una criba tupida, perfecta e insobornable que no deje pasar un átomo de mentira en las redes sociales.

Para los matemáticos, la fórmula más bella es: e elevado a pi x i + 1 = 0, una igualdad que los conmueve por su simplicidad y porque reúne cinco celebridades numéricas: e, un número que rige muchos fenómenos y bellezas naturales; pi, asociado a dos figuras perfectas, el círculo y la esfera; el 1, que es como decir el todo, y el 0, o la nada, una de las grandes invenciones de la matemática.

El test de Turing, una famosa entidad de la inteligencia artificial, es una suerte de suero de la verdad que pretende descubrir, por sus respuestas, si la entidad que hay detrás de una puerta es una máquina o un ser humano. Con una ligera variante, el test podría ser utilizado para resolver una duda crucial: ¿será cierto su amor?

El primero en proponer fórmulas matemáticas para la belleza fue Pitágoras. Como buen presocrático, tenía un pie en la magia y otro en la razón, esquizofrenia que le permitía ser místico, esteta y matemático a la vez. Pitágoras estudió las canciones, los edificios, las pinturas, los jarrones, las pinturas y los muchachos, y llegó a la conclusión de que la belleza era una cuestión de proporciones: que el zócalo debía ocupar un tercio de la altura del edificio, que las cuerdas pulsadas sonaban bien cuando se las pisaba en un punto que las dividiera en números enteros (3/4, 2/5…), que el cuadrado era el símbolo de la Justicia y que los muchachos eran engendros del demonio para perturbar la armonía numérica del corazón del filósofo.

En los tiempos modernos, el primero en proponer números literarios fue Poe. El gran borracho de Baltimore decretó que un poema no podía tener más de 200 versos. Así podía ser leído de una sola sentada y no se perdía “la unidad de efecto”.

La teoría del iceberg de Hemingway ordena que el sentido explícito del texto sea solo 1/10 del total y que sea trabajo del lector descifrar los 9/10 restantes (amparados en esta matemática de los cuerpos flotantes, los editores y los libreros solo nos entregan a los autores el pinche 10 % de las ventas de los libros y se embolsillan el resto).

Lo único serio en materia de números y literatura lo dijo Augusto Monterroso: “Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras”.

También a él le debemos la única verdad de la teoría literaria y quizá de toda la estética: “En literatura no hay nada escrito”.

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