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Viajeros atrapados sin salida

María Teresa Ronderos
09 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

Mientras esto escribo, hay 2.500 hombres, mujeres y niños de múltiples nacionalidades, haitianos, cubanos, camerunenses, varados en nuestra frontera con Panamá. Entre ellos, a final de mayo, ya había 17 enfermos de coronavirus. Las autoridades locales hacen lo que pueden, pero las condiciones son deplorables.

Los migrantes la están pasando mal hoy porque no sólo bloquearon las fronteras. El gobierno de Trump demolió las leyes de refugio y asilo, y cerró la puerta a todo el mundo.

Ya antes de que la pandemia le diera la excusa perfecta, ese gobierno había conseguido torcerle el brazo a Andrés Manuel López Obrador, amenazándolo con subir tarifas a sus exportaciones si no frenaba a los migrantes. De ahí salieron “Remain in Mexico” y para Guatemala, Salvador y Honduras, “terceros países seguros”. Esto ordenó a los viajeros a esperar por meses en esos países, no importaba su circunstancia, hasta que un juez decidiera su petición de asilo.

Por supuesto, no hacían caso. Se lanzaban a los ríos, al desierto, pagaban coyotes, se arriesgaban al secuestro, todo con tal de tener el chance de vivir mejor. Una vez adentro, pedían asilo al juez. Entre 2009 y 2018, pidieron asilo en Estados Unidos 37.224 colombianos y a 4.020 se los dieron.

Ahora ni eso. La frontera está sellada. En Matamoros, Tamaulipas, como lo describió El Faro, aguantan 2.000 personas, 289 tenían COVID-19 a comienzos de mayo. La Maña, la mafia local, es la otra amenaza constante. Esperan para ver si la suspensión del asilo y del refugio, en el país que más migrantes recibe del planeta, no se vuelve permanente.

A los centroamericanos que pesquen entrando, los regresan a México, aún si van infectados. Y éste los deporta a sus países, o los deja a su suerte, en zonas violentas cerca a la frontera con Guatemala.

Muchos están optando por volver a casa. Venezuela Migrante, que sigue el rastro de sus compatriotas en América, cita cifras que oscilan alrededor de unos 50.000 que se han devuelto a casa, como dice el sitio, “con la tristeza y el miedo en el equipaje”.

El espacio de investigación y diálogo creado por 30 académicos de este continente documentó que, ante el COVID-19, los países militarizaron fronteras, suspendieron los derechos de asilo y refugio, ponen en riesgo la vida de cientos de miles de personas abandonándolas, con sus niños y niñas, en lugares “poco salubres y altamente riesgosos para la salud” o deportándolas enfermas.

Peor quizás la pasan los 13.000 a 24.000 migrantes asiáticos y africanos que pasan por América Latina al año, buscando ir al norte, como lo contamos en Migrantes de Otro Mundo. Antes de llegar a América, ya habían viajado miles de kilómetros y no se pueden devolver a Camerún, donde los persiguen, ni a República Democrática del Congo, donde la guerra les cercenó media familia.

Con o sin virus, el Darién siempre es el peor paso. Políticas indolentes de Colombia y Panamá dejan a los migrantes dos opciones: atravesar el tapón selvático a pie arriesgando permanentemente la vida, o irse por mar, exponiéndose a naufragar en un barco clandestino. Solo ahí documentamos 110 muertes desde 2016, pero son muchas más. Se podrían evitar fácilmente. Un acuerdo binacional para ponerles transporte seguro entre los dos países y se acaba el negocio de los carteles, fin de la tragedia.

En general, se podrían reinstaurar el asilo y el refugio y acoger a los migrantes varados en la vía con humanidad, más aún si todo el propósito de las cuarentenas es salvar vidas. Pero imagino que nuestros gobernantes, empezando por Trump, creen que hay vidas más desechables que otras.

 

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