Vigilar sin castigar: Necesidad y límites de la autoridad en salud pública

Columnista invitado
25 de marzo de 2020 - 05:26 p. m.

Por: Julián Alfredo Fernández-Niño

Departamento de Salud Pública, Universidad del Norte.

@JFernandeznino

Colombia comienza un experimento social sin precedentes en su Historia: un aislamiento social obligatorio. Algunas autoridades locales han anunciado qué harán cumplir la medida, y aún antes de la decisión, el fiscal general de la nación anunció que aquellas personas que no cumplan el aislamiento preventivo (hablando entonces de potencialmente infectados) podrán ser procesadas penalmente apelando a los delitos contra la sanidad pública. Es momento entonces para preguntarse de qué manera el gobierno asegurará el cumplimiento del aislamiento social obligatorio para todos, y en la práctica, como se responderá frente a los que incumplan la medida.  

En momentos donde ya han aparecido las primeras muertes, y la percepción de riesgo se incrementa, la población comienza a exigir fervorosamente medidas radicales de parte de las autoridades, que no siempre tienen racionalidad. En redes sociales se llama a castigar duramente a quienes incumplieron medidas preventivas, y se reprocha duramente a los ciudadanos que salieron este fin de semana a las calles. Es entendible qué en una condición de incertidumbre, las personas necesitan depositar su confianza en el poder del Estado, que tiene (o debería tener) el monopolio de la fuerza, pero este no puede responder a las demandas sin cuestionar no sólo la efectividad, sino también los limites democráticos del ejercicio de autoridad, y reconocer los determinantes sociales que permiten a las personas acatar o no unas medidas que tuvieron que tomarse de forma abrupta, y que son, aunque bien justificadas científicamente,  altamente disruptivas. 

Es cierto que una emergencia sanitaria es un estado excepcional donde los imperativos éticos reclaman acciones rápidas en las que debe primar el bienestar colectivo sobre el particular, pero el problema, es que más que particulares aislados existen grupos vulnerables a los que no se puede reprochar, ni mucho menos castigar, si son llevados por fuerza del hambre, la desesperación, o incluso simplemente la desinformación, a incumplir la medida. Hacerlo podría incrementar los efectos sociales, y afectar la legitimidad del Estado, pero incluso producir un sufrimiento comparable al que se quiere evitar. 

La medida decretada por el gobierno es “obligatoria” porque esta es una necesidad de facto. No hay tiempo para hacer profundas transformaciones culturales, para dialogar con los actores o para concertar transiciones. Es una medida de emergencia, es razonable, y acorde con la evidencia científica. Sin embargo, invito a pensar en que debemos prevenir desde ya un potencial enfoque punitivo de los incumplimientos, sobre todo por parte de los más vulnerables de la sociedad. Distinto es, el incumplimiento negligente, de quienes tienen recursos e información, para adoptar adherirse a la medida, pero incluso con ellos esta penalización debe tener una proporcionalidad. 

Históricamente la Salud Pública ha tenido una relación cercana con la autoridad. La higiene pública surgió también como una necesidad de las burguesías europeas de protegerse de las enfermedades de los pobres durante la era de la revolución industrial, cuando los campesinos pasaron de ser una amenaza política en el campo, a una amenaza sanitaria en la ciudad. Aunque pasaron pocas décadas para que los primeros epidemiólogos sociales reconocieran el efecto de la explotación laboral sobre la salud de los obreros y abogaran por mejorar sus condiciones, lo cierto es que a lo largo del siglo XIX existieron policías sanitarias, que reprimieron a quienes incumplieron las medidas, y ejercieron todo tipo de controles a los cuerpos en los que el ejercicio de la fuerza era considerado una necesidad biopolítica. Foucault dedicó gran parte de su obra y vida a criticar este ejercicio autoritario de la medicina y la Salud Pública. En contraste, las corrientes modernas de la Salud Pública abogan por medidas que empoderen a los individuos, que reconozcan sus significados, y que se construyan desde ellos mismos, pero no parecer ser fácil eso en medio de una emergencia. 

Por eso no podría, de ninguna manera, menos ante la obligación de salvar todas las vidas posibles, cuestionar la necesidad de garantizar que el aislamiento social se cumpla. Entiendo que, sin autoridad sanitaria, al no haber tiempo para transformaciones culturales, no podríamos contener la epidemia, pero incluso en momentos de crisis las medidas deben realizarse en un marco de respeto a los derechos humanos, sensibilidad con las vulnerabilidades de los habitantes y sus condiciones, así como un enfoque diferencial que invierta más en lo pedagógico que en lo punitivo.

El Estado debe contribuir a garantizar las condiciones que permitan a la gente adoptar la medida, comunicar efectivamente el riesgo, explicar las decisiones, empoderar a las personas para que la hagan suya, y coordinar con las organizaciones de base social, para mitigar los efectos sociales del aislamiento. El afán de proteger a las mayorías hace necesario un ejercicio de la autoridad, pero esta debe tener, como siempre, unos límites, una racionalidad y una vigilancia. No se puede olvidar que las conductas de las personas son resultado también de sus condiciones, su percepción de riesgo, y sus recursos psicológicos, cognitivos y sociales para afrontar una situación nueva y compleja. Es más difícil, tal vez más costoso, pero infinitamente más ético, insistir en la adherencia pedagógica a la medida, y en la garantía de sostenimiento económico para los más pobres, qué pensar en penalizar a quien la incumplan. Ciertamente, los principios de la democracia se tienen que adaptar a las emergencias, pero no pueden desaparecer. 

 

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar