Según la persona que lo acusa —el filósofo Guy Sorman—, los encuentros sexuales con niños, con edades entre los nueve y los diez años, ocurrieron —por lo menos los que él y varios que estuvieron presentes pueden confirmar— en 1969, en Sidi Bou Said, un pequeño pueblo de Túnez. Sucedieron en la “zona de contacto” —para hacerle eco a la noción consignada en el libro Ojos imperiales, de Mary Louise Pratt—, es decir, aquello pasó en el lugar del “otro”, en el espacio en que se producen los encuentros coloniales. Hace unos días varios periódicos del mundo repitieron el mismo cable: Sorman habló para un programa de televisión y un diario —ya lo había escrito en su libro— de un Michel Foucault que arrojaba dinero a una miríada de chiquillos que corrían tras él pidiendo, a cambio de un billete, entrar en el grupo que el filósofo francés escogía para abusarlos sexualmente por las noches en el cementerio del pueblo.
No tengo ganas ni tiempo de ponerme ahora a citar pasajes sesudos de la vasta obra de Foucault para encontrar una explicación a la aberrante conducta de la que lo acusan o para mostrar la ironía y la contradicción entre su accionar como gurú de la filosofía y sus condenables prácticas sexuales. Solo diré que el hombre que revolucionó la historia del pensamiento, que encontró nuevas claves para desentrañar el funcionamiento del poder y sus dispositivos de vigilancia y castigo, que ha sido el máximo referente de los estudios culturales y decoloniales; el hombre cuya obra ha servido de cimiento a la militancia intelectual y social para hablar del uso y el abuso del poder colonial en el espacio del “otro” y de las estructuras patriarcales sobre las que descansa, ese mismo hombre se fue a vivir al lugar del “otro” y, mientras perfeccionaba su obra, tuvo tiempo para abusar de niños pobres en un pueblo paradisiaco del Mediterráneo, en tanto la élite tunecina y la intelectualidad mundial tomaban té con hierbabuena y piñones.
Seamos claros: estoy seguro de que para el tiempo en que ocurrieron las cosas nadie estaba dispuesto a poner en tela de juicio el prestigio ni la valía intelectual de un hombre como Michel Foucault por proteger a un grupo de niños árabes de los abusos del máximo representante de la filosofía occidental. El mismo Sorman, que para entonces era un joven de apenas 25 años de edad, pese a que ahora se arrepiente de haber esperado 50 años para hablar, en ese momento, estoy seguro, estaba dispuesto a perdonarle cualquier cosa al maestro. La paradoja está en que uno de los estudiosos y más fuertes críticos de la hegemonía la reproduce a la perfección: hombre occidental, blanco, poderoso, pedófilo y violador en un territorio africano. No en Francia.
Guy Sorman ha dicho que, pese a todo, su obra no debe cancelarse. Que —como ha hecho él— se mire críticamente. Aquí el problema es que no se trata de Joseph Conrad hablando sobre África en tiempos imperiales ni de Heidegger coqueteando con el nazismo, se trata de la persona que ha servido de asiento incluso para quienes sostienen que no se puede desligar la obra del autor y que esa separación les parece una forma de indulto que perpetúa el problema. ¿Qué hacer cuando se sabe que quien le daba sustento teórico a tu apuesta social cae en la misma práctica que todo el tiempo has condenado? ¿Vigilarlo? ¿Vigilarlo y castigarlo?