Para quienes no se hayan dado cuenta, los colombianos estamos en problemas. Problemas serios. Uno de ellos, y no el menor, es que tenemos un Gobierno que pretende justificar o esconder cualquier clase de crimen con tal de que sea cometido por los sectores a los que se siente obligado a proteger con un manto de impunidad. Lo hace hasta el punto de sentirse ofendido por la sola referencia a ellos o por el inaudito atrevimiento de hacer preguntas indiscretas al respecto. No estoy hablando aquí de fruslerías, sino de cosas como despojos, ejecuciones extrajudiciales masivas, el bombardeo de niños o la violación. Para poner el ejemplo más reciente —estos se acumulan de manera alarmante—, el señor Camilo Gómez expresó su indignación porque le hicieron preguntas “sesgadas” en el caso que se cursa ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la violación de una periodista por parte de paramilitares protegidos por policías y otros agentes del Estado (ver la excelente columna de Cecilia Orozco en este diario). Ellas hirieron su inefable y finísima sensibilidad.
Este, en cambio, no se inmutó ante los crímenes atroces de los que estamos hablando. No se trata de “un hecho aislado”, sino de otra expresión más de una retórica política que justifica (independientemente de las circunstancias de tiempo, modo y lugar) la protección de los victimarios y no de las víctimas cuando aquellos están bien colocados y estas se consideran incómodas. La respuesta ante las gentes que ponen problemas son las “masacres con sentido social” (el caudillo) llevadas a cabo por quienes se presten para ello (eso incluye a los “guerreros santos” de Popeye).
La ventaja, para quien quiera oír, es que estas voces se han pronunciado regularmente de manera pública, sin una sola retractación (al menos que yo conozca). Esto no es falta de cortesía; es la expresión de una posición programática, según la cual la defensa de ciertos fueros hace parte de la lucha por la “legitimidad” y está muy, muy por encima de la defensa de la población. Destripar niños —dice Molano— es la expresión del uso de la fuerza legítima. O vean lo que le espeta en un trino la vicepresidenta a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), por haber decidido tomar y visibilizar el caso de los llamados “falsos positivos”: “Llevan dos semanas acabando mediáticamente y en redes sociales la legitimidad institucional. Mediatismo (sic) en la justicia no es sano”.
Aparte de cobrarse otra víctima —en este caso el idioma español, regularmente torturado por esta alta funcionaria—, lo que hace la vicepresidenta aquí es revelar de manera transparente el formato mental del actual equipo gobernante: lo malo no es que los hechos ocurran, sino que se hable de ellos. A menos de que los cometan los “otros”. ¿Se acuerdan de que cuando la JEP hizo el anuncio de los falsos positivos Duque encontró tiempo para hablar de los horrores de Venezuela, pero no tuvo una sola palabra, una sola expresión de condolencia —creo que aún no la ha pronunciado— para los familiares de las víctimas de aquellas atrocidades?
Todo lo cual me lleva a dos reflexiones/preguntas simples. Primera: la legitimidad no se proclama, sino que se conquista y construye. ¿Será que de verdad el grueso de la población colombiana y los actores internacionales frente a los cuales tiene que interactuar el Estado consideran tales violencias y posiciones legítimas? ¿Creerán, por ejemplo, que el “tapen-tapen” es una solución para miles de ejecuciones extrajudiciales cometidas por agentes del Estado colombiano? ¿Será que esto no tiene costos brutales cuyas consecuencias comenzaremos a ver pronto (esto también aplica a todos los policías y soldados íntegros)? Segunda: ¿este griterío airado y esta proliferación de términos truculentos (“máquinas de guerra”, etc.) no tendrá implicaciones inmediatas en términos de protección de la población? ¿Qué clase de sistema de incentivos se está creando con estas posiciones?