Lo que las tragedias se llevaron
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Después de dos semanas de pesadillas dantescas y vigilias angustiadas, ¿no se siente usted, amigo colombiano, como aplanchado, que decimos los cachacos, o apisingados, que dicen los corronchos, para describir unos y otros el estado de ánimo de los hombres cuando han sufrido la devastación espiritual o el traumatismo intelectual provocados por tragedias de magnitudes inconmensurables?
Hoy estamos atolondrados, como sonámbulos. En los instantes en que ardía el Palacio de Justicia, cuando la justicia entraba en holocausto y se inmolaba a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; cuando supimos que el volcán dormido había despertado con violencia infernal para deshelar los glaciares y provocar las avalanchas de lodo, de piedras, de árboles descuajados, de materias volcánicas, y sepultar a su paso a millares de compatriotas, como que estuvimos lúcidos ante la magnitud de ambas tragedias, dándonos cuenta instintiva de sus dimensiones insondables.
Pero ahora hay una especie de letargo que nos agobia, un desconcierto que nos hace perder la brújula, una pesadez en las mentes que oscurece en parte la claridad que deberíamos tener para enfrentarnos con la realidad de los desastres. Acaso porque nos ha sido casi imposible conciliar el sueño del descanso reparador; acaso porque, cuando hemos logrado dormir, los sueños son orgías de horror; acaso porque cuando despertamos de esos brevísimos paréntesis de semiinconciencia nos encontrábamos con que lo que ayer habíamos dejado en un punto de extrema gravedad era ahora de verdadero estado de coma.
Hemos estado viviendo como si estuviéramos muriendo estos últimos días de nuestra existencia. Pero tenemos que despertar. Es nuestra obligación para con nosotros, pero sobre todo para con las generaciones por venir. Lo que ha sucedido ha sido extremadamente grave. Los hombres insensatos nos dieron un mazazo en la cabeza, primero. La naturaleza nos clavó una puñalada en el corazón, después.
No habíamos acabado de enterrar nuestros muertos, producto de la violencia humana, cuando la naturaleza se encargaba, por ella misma, de sepultar millares de nuestros muertos en Armero y en Chinchiná. Esta parte dolorosa de la tragedia, el culto individualizado o colectivo rendido a los muertos, se ha cumplido. En parte también hemos logrado rescatar con vida, unos heridos de gravedad, otros con lesiones leves, a otros miles de compatriotas. Se ha evacuado a la inmensa mayoría de los sobrevivientes de las zonas donde encontraron la feliz oportunidad de sobrevivir.
Los damnificados, gentes que se quedaron sin techo y sin pan, reciben auxilios de un mundo que se manifestó de manera fulminante para rodear a Colombia de amor espiritual y material. Los colombianos de todas las regiones no afectadas por los acontecimientos físicos se han unido alrededor de sus compatriotas afligidos y golpeados. Esta parte terrible de las tragedias, de cierta manera, ya quedó atrás.
Pero ahora comienza, si es posible, lo más difícil de cuanto estamos sufriendo y padeciendo tanto. Reconstruir lo que perdimos. Y es entonces cuando necesitaremos de mayor lucidez, de máxima claridad. Tenemos que sobreponernos al aplanchamiento que nos agobia, al apisingamiento que nos mantiene, como a los pajaritos pisingos de la Costa, adormecidos en las playas de los ríos o de los mares en las tórridas horas de los mediodías tropicales.
Lo que se llevaron las tragedias no solo son casas y electrodomésticos y joyas y dineros y plantaciones y ganados. Hay bienes intangibles de valores increíblemente superiores que solo con el transcurrir del tiempo nos daremos cuenta de cuánto realmente era su valía, su importancia, su significación en la vida nacional. Son los hombres y mujeres, ancianos y adolescentes en los que Colombia había depositado parte de su capital de trabajo y de su capacidad de producción intelectual y material.
Vivienda y arrozales y algodonales y reses y cerdos y carreteras y acueductos y plantas energéticas reconstruiremos con dinero propio y ayuda externa en un lapso más o menos breve. Pero sustituir las conciencias jurídicas, enseñar a nuevas generaciones los conocimientos y las experiencias de los profesionales liberales, de los agricultores y ganaderos, de los artesanos y mecánicos, de los recolectores y sembradores, de los campesinos y vaqueros, de los maestros y enfermeras, de los banqueros y bancarios, de las amas de casa y de los tenderos honrados, de los veterinarios y de los boticarios, de los agentes del orden y de los servidores públicos, sustituirlos, decíamos, tardará largo, larguísimo tiempo en la historia de nuestro país.
La magnitud de las pérdidas
A nosotros nos impresiona profundamente, dentro de la catarata de declaraciones radiales que escuchamos en estos días, las que, en un tono sereno, moderado, reflexivo, ajeno a toda especulación sensacionalista, hizo a mediados de la semana el presidente de la Federación de Arroceros. Cuando el periodista radial lo interrogó sobre la cuantía de las pérdidas sufridas por los agricultores arroceros de la región de Armero, el doctor le respondió pausadamente que no se tenía todavía un cálculo exacto de a cuántos pesos y centavos subía el costo de la catástrofe material.
Que se habían perdido varios miles de hectáreas sembradas; que se había perdido muy valioso equipo mecánico agrícola; que tomaría tiempo recuperar, para los cultivos arroceros, las tierras hasta hace poco tan fértiles como pocas para cosechar ese alimento. Sí. Millones de millones, centenares de millones de pesos en pérdidas materiales. Pero, dijo el presidente de Fedearroz, toda esa pérdida, con ser enorme, es recuperable. Lo que no tiene recuperación posible, inmediata y casi que ni inmediata, es la clase humana dedicada por muchas décadas al cultivo del arroz.
Eran gentes que sabían de arroz como pocas en nuestra patria. Habían dedicado sus vidas a la producción del grano. Generación tras generación. Sabían cómo sembrar y cómo cosechar, cómo negociar, cómo mejorar las calidades, cómo mantener fértil la tierra. Esa clase arrocera dirigente no tiene inmediato reemplazo. Como tampoco lo tiene la que trabajaba los arrozales. Ahí estuvieron por años, plantados entre las plantas. De Armero salieron para muchas partes de Colombia gentes a enseñar lo que sabían sobre arroz y están hoy regadas por el mapa colombiano.
Pero en Armero está sepultada la flor y nata de nuestra industria arrocera. Eso, amigo periodista, no tiene precio en pesos ni centavos… Y eso mismo podríamos decir de la gente algodonera de Armero; de la gente ganadera de Armero; de las gentes que aprendieron y se especializaron en siembra y recolección de sorgo y de maní, de los cítricos en particular y de los frutales en general.
Tenemos entonces que si las cifras multimillonarias de pérdidas materiales alcanzan cimas extraordinarias, es el capital humano que se perdió irremediablemente el que da idea exacta de la magnitud de la catástrofe. Claro está que el país tiene grandes reservas humanas en todos los campos: gentes preparadas y capaces. Que existe un alto grado de desempleo que puede en parte sustituir a la población diezmada en Armero.
Pero lo difícil es adaptar de la noche a la mañana a gentes que nada conocen del campo para laborar el campo. Ni transmitir por ósmosis inmediata conocimientos ancestrales, fruto de experiencias de décadas y de décadas de trabajo sobre las plantaciones o la ganadería. Ahí está, en su verdadera dimensión, la tragedia que nos agobia en el presente y nos preocupa para el futuro.
Pero hay que seguir adelante…
El presidente Betancur, a quien le ha correspondido bajo su administración sufrir tan repetidos golpes de infortunio nacional, les decía a los compatriotas: «Debemos seguir hacia adelante». Eso es lo que debemos hacer. Este es un gran país, colombianos amigos, que da muestra cada día de superarse cuando se le castiga sin misericordia.
Esta semana, por ejemplo, luego de quince días del holocausto de la justicia, fue conformada la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, cuyos cuatro magistrados anteriores murieron vilmente asesinados durante la toma por el grupo subversivo M-19 del Palacio de Justicia. Se nombró a cuatro cumbres jurídicas de intachable trayectoria: los doctores Jaime Vidal Perdomo, Álvaro Tafur, Enrique Low Murtra y Gabriel Melo Guevara, a quienes todo el país rodea de admiración y respeto porque en sus vidas no hay mancha alguna. Por el contrario, una dedicación al servicio de Colombia que muchas veces se ha visto iluminada por la brillantez de sus pensamientos.
La Nación entera rodea sus nombres y aplaude sus nombramientos. La Corte Suprema de Justicia rompe su interinidad trágica y recupera con ellos su majestad y su grandeza. Así, tendremos que seguir haciendo la reconstrucción de nuestra Colombia fracturada por demencia criminal del hombre y por capricho impredecible de la naturaleza. Pero, aunque los dos fenómenos que han enlutado a la Nación son diferentes, es necesario, en cierto modo que tengan tratamientos parecidos.
La Corte diezmada está readquiriendo su pleno funcionamiento ordenado. El problema de Armero y Chinchiná exige de inmediato, sin más tardanza, una unidad fuerte y respetable en la conducción de la labor de reconstrucción que apenas comienza. Se presentan ya hechos delicados, graves, en el manejo de los auxilios, en la distribución de alimentos, drogas y enseres, en el cuidado de los bienes ajenos abandonados, y aparece, detrás del dolor y la desgracia humanos, la bandada de buitres y de pescadores en río revuelto para extender por la región martirizada nuevas plagas, la de la especulación, la del saqueo, la de la estafa, la del pillaje y la del chantaje.
De la misma manera que se ha hecho frente eficaz y rápido a la aparición de epidemias, como el tétanos o la tifoidea, que son ocasionadas por la naturaleza, también hay que vacunar a la Nación con energía y decisión contra los hombres sin Dios y sin ley que hacen del desastre el negocio de sus vidas. ¡De lo que hagamos o dejemos de hacer en estos momentos serán testigos no solo nuestros compatriotas sino el mundo entero que se ha acercado solidariamente a nosotros! ¡Que a la hora de la verdad no seamos inferiores a la responsabilidad de los momentos tan difíciles que nos han correspondido vivir en estas nefastas jornadas novembrinas!