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Alfonso López, memoria de un intelectual

El 30 de junio de 1913 nació en la Bogotá republicana de aquella época Alfonso López Michelsen. En el recuerdo de su natalicio, un viaje a su paso por el poder, su contacto con la historia y, sobre todo, su legado cultural que va más allá del folclor o las artes hasta la comprensión del ser universal.

Redacción País
30 de junio de 2013 - 09:00 p. m.
Una de las últimas imágenes del expresidente López fallecido en Bogotá el 11 de julio de 2007.
Una de las últimas imágenes del expresidente López fallecido en Bogotá el 11 de julio de 2007.

Hace 100 años, el 30 de junio de 1913, nació el colombiano más influyente del siglo XX: Alfonso López Michelsen. Los resúmenes de la historia lo ubican como uno de los privilegiados en la lista de los presidentes de la Nación (1974-1978) y agregan que fue un respetado dirigente político de quien llegó a decirse que “hacía pensar al país”. Pero más allá de su trayectoria pública al servicio del Partido Liberal o de otras tantas causas a lo largo de su existencia, fue ante todo un intelectual. Un lector consumado con vasto conocimiento sobre las más diversas facetas del hombre y sus circunstancias, y notable agudeza para convertir ese saber en la insignia de su carácter.

Su primera veta fue el legado familiar. Bisnieto de Ambrosio López, líder de los artesanos que en 1849 moldearon las bases políticas de la revolución social del medio siglo XIX; nieto de Pedro López, empresario y pionero de la banca nacional en los albores del siglo XX; hijo de Alfonso López Pumarejo, dos veces presidente de Colombia y gestor de la “Revolución en marcha” en los tiempos de la República Liberal. El peso de sus ancestros en la historia, que López Michelsen supo rastrear en sus estudios y recorridos por el pasado colombiano, sobre todo desde el filón histórico que siempre fue su predilecto: el derecho constitucional.

En el Gimnasio Moderno tuvo su segundo contacto con los libros, pero a los 12 años viajó a Europa y su tímido temperamento encontró en la biblioteca del colegio Saint Michel en Bélgica, y después en París o en Londres, hasta alcanzar su bachillerato, los refugios idóneos para satisfacer su avidez intelectual. Años después recordaría que antes de la adolescencia leyó los 12 volúmenes de la Historia de los Girondinos de Francia, y que pasaron por sus manos decenas de autores de la literatura del viejo continente. Cuando regresó a Colombia en 1933, poco sabía del mundo y sus placeres, pero sí de textos y doctrinas.

Ingresó a la Facultad de Jurisprudencia del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario a formarse como abogado. Años después hizo una pausa para complementar su formación en la Universidad de Chile y se graduó en julio de 1937 con una tesis dirigida por Eduardo Zuleta Ángel, con la que integró el conocimiento adquirido en ambos claustros: “La posesión en el código de Bello”. En publicaciones de la Universidad del Rosario quedaron escritas inteligentes disertaciones suyas sobre la urgencia de desromanizar el Derecho en Colombia o ensayos sobre la obra del filósofo y político francés Benjamín Constant.

En octubre de 1938 contrajo matrimonio con Cecilia Caballero, se fue a vivir a la hacienda de Santa María en Engativá, y mientras su padre discurría en el mundo de la política o en el ejercicio del poder, él se hizo profesor de derecho constitucional en el Rosario, en la Universidad Libre y en la Universidad Nacional. Un ensayo del abogado Alejandro Venegas Franco, publicado en este diario en 2007, refiere cómo, además de sus clases, el profesor Alfonso López Michelsen fue también habitual conferencista en disímiles temas como derecho canónico, Max Weber o incluso sobre los óleos colgados en los pasillos del claustro.

Su rutina intelectual cambió por razones políticas. Después del incendio de la casa de su padre en 1952, el mismo día en que también los vándalos atacaron la casa de Carlos Lleras y los periódicos El Espectador y El Tiempo, se exilió en México. De esa época deriva otra gran vertiente de su visión intelectual. Fue el tiempo en que escribió su única novela, Los Elegidos, que fue llevada al cine, y cuando se hizo experto en boleros, rancheras y corridos, cuyas historias solía contar en interminables conversaciones, enlazándolas con los vericuetos de la historia, las revueltas y la cultura artística del gran país de Benito Juárez.

En 1959, el mismo año que falleció su padre en Londres, López Michelsen retornó al país y comenzó el tiempo de su actividad política. Ya tenía 46 años y la experiencia suficiente para entender por qué no debía sumarse al unanimismo del Frente Nacional, sino crear su propio derrotero político: el disidente Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), otro frente de incesante trabajo cultural y político. Ya desde antes, su espíritu visionario lo había llevado a ser empresario radial, editor del semanario La Calle y constante animador de tertulias donde más que la pelea por los votos se hablaba de historia, literatura o academia.

Su trayectoria política es conocida. Debutó en las urnas con 624 mil votos con su MRL, retornó al Partido Liberal hacia 1967 y en junio de 1973 alcanzó lo que en ese momento era una osadía: derrotar a su mentor, amigo y copartidario Carlos Lleras. Lo hizo en una convención liberal y al año siguiente llegó a la Presidencia de Colombia. Gobernó entre 1974 y 1978 y su agitado cuatrienio que empezó llamándose el Mandato Claro, tuvo que afrontar toda suerte de obstáculos, sobre todo la caída de su proyecto de una “miniconstituyente”, en la que quiso resumir toda su comprensión del Derecho para un país como Colombia.

Intentó regresar al poder en 1982, pero fue derrotado por la división Liberal con Galán a bordo, y por Belisario Betancur que entró a gobernar. Desde entonces hasta su deceso, en el año 2007, no dejó de intervenir en política a su manera, aportando los dardos exactos para calibrar los ánimos partidistas. ¿Y si no es Barco quién?, anotó en 1986 marcando el rumbo liberal. En la Constitución de 1991 quedaron impresas muchas de las ideas que en otros tiempos no se reconocieron. Su última cruzada fue por la búsqueda de un acuerdo humanitario, convencido, como siempre lo estuvo, que el diálogo es mejor que la guerra.

Fue tan influyente su pensamiento, que no hay faceta o disciplina intelectual, académica o del folclor donde no quepa una referencia a su nombre. Si el tema era literario, muchos recuerdan su versatilidad para hablar de Proust o de Balzac o recordar poemas de Verlaine o Baudelaire. Si se trataba de política internacional, abundan los testigos que lo vieron disertar sobre la historia, los tratados públicos o las relaciones internacionales. Si la discusión era económica, de su impresionante conocimiento sobre la industria cafetera o la política monetaria, entre otros temas, hay suficientes momentos para ilustrar su memoria.

Fue famoso como prologuista. Los estudiosos de su obra calculan que entre artículos académicos o de prensa, ensayos, comentarios y libros, pudo escribir 800 volúmenes. El periodista Ramón Jimeno escribió que fue tal su dominio de temas, que hicieron falta días y noches para escucharlo hablar de asuntos impensables: la historia de la sabana de Bogotá, las principales genealogías de Colombia, los códigos de recursos naturales, los cultivos transgénicos, las películas de cine o las peleas de gallos. Hablaba de corrido en griego y en latín, eso sin hablar del inglés o el francés. Fue un lanzador de citas como tirando ases.

Entre todas sus particularidades nunca faltó el vallenato. “El Cesar es la patria”, se le escuchó decir más de una vez. De esa región era su abuela Rosario Pumarejo, y a esa tierra cercana a sus afectos, le entregó más que atención política, devoción personal. Su casa en Valledupar fue la de los gestores del Festival de la Leyenda Vallenata. Él mismo ayudó a crearlo y se le vio muchas veces a orillas del río Badillo, relacionando el paisaje con los relatos de su amigo Gabriel García Márquez. Esa música de traspatio, con su impulso se hizo universal y no hubo compositor o acordeonero que no supiera del viejo López.

Hace 100 años nació un ilustre que más allá de los avatares políticos que suelen diseminarse por los vientos de la historia, asimiló la entraña de la nación y supo demostrar que en cualquier parte del mundo está presente Colombia. Lo entendió alguna vez el historiador inglés Malcolm Deas, cuando recibió la invitación de acompañarlo a leer los archivos del Foreign Office, para descifrar los pasos de su padre en Londres. Ese fue Alfonso López Michelsen, el hombre de “pasajeros de la revolución favor pasar a bordo”, del “Presidente no renuncia sino que pide las renuncias”, del “Yo no hago pensar a la gente, lo que hago es recordarle”.

Por Redacción País

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