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Análisis: Con la Constitución de 1886 en la cabeza

La falta de autoridad y el exceso de autoritarismo impiden que este país concentre sus energías en logros colectivos e individuales, en vez de hacerlo en protestas y en represión de las protestas.

Columnista invitado EE: Juan Gabriel Gómez Albarello*
07 de abril de 2022 - 11:04 p. m.
La medida contra la inseguridad de restringir los llamados parrilleros a ciertas horas y días por parte de la Alcaldía de Bogotá ha generado protestas de los motociclistas.
La medida contra la inseguridad de restringir los llamados parrilleros a ciertas horas y días por parte de la Alcaldía de Bogotá ha generado protestas de los motociclistas.
Foto: Óscar Pérez

El orden público se podría restablecer con más democracia participativa, no con menos.

El significado de la palabra “constitución” ha cambiado bastante a lo largo de la historia. Originalmente, aludía al sistema de gobierno de un país. Después de los procesos revolucionarios en los Estados Unidos, primero, y en Francia, después, la palabra “constitución” ha llegado a significar otra cosa: es el texto que sirve de base al funcionamiento de las autoridades y que, al mismo tiempo, establece límites al poder con el fin de resguardar la libertad. El cambio constitucional realizado en Colombia en 1991 incorporó un concepto nuevo a la idea de Constitución, el de democracia participativa. Sin embargo, este concepto no ha sido realmente interiorizado ni siquiera por quienes en su momento fueron sus promotores.

En 1990, como muches otres estudiantes, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, hizo parte del Movimiento Estudiantil por la Constituyente. Este movimiento surgió, vale la pena recordarlo, ante el fracaso del Congreso de entonces para realizar una reforma que le diera una salida civil a la crisis política que vivía el país en ese momento. Les estudiantes de esa época pusimos en cuestión la noción de orden político que habíamos heredado de la Constitución de 1886. En oposición a un orden construido de arriba hacia abajo, queríamos un orden construido de abajo hacia arriba. Creíamos, con buenas razones, que el país podría funcionar mucho mejor, si la voz múltiple y plural de la ciudadanía fuese escuchada y tenida en cuenta a la hora de tomar decisiones colectivas.

Para que la democracia funcione, incluida la democracia participativa, la ciudadanía debe estar comprometida con el cumplimiento de la ley. Entre nosotros, sin embargo, abundan las justificaciones a la desobediencia y la resistencia a las autoridades. Abundan también los abusos de las autoridades y la corrupción de los funcionarios, lo cual nos tiene atrapados en un círculo vicioso: la falta de confianza en las autoridades crea un entorno donde florecen las justificaciones a la desobediencia; a su turno, el incumplimiento de la ley motiva a un sector de la ciudadanía a pedir “mano fuerte”; ese pedido lo interpretan las autoridades como un cheque en blanco para restablecer el orden de un modo arbitrario; el uso arbitrario y desproporcionado de la fuerza alimenta la desconfianza en las autoridades, lo cual a su vez motiva la desobediencia y la resistencia en su contra.

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Este funesto ciclo puede ser resumido en la siguiente expresión: a Colombia le falta autoridad, pero le sobra mucho autoritarismo. Otra forma de decirlo es que Colombia está entrampada en sus repertorios de incivilidad e incultura política. Estos repertorios no son exclusivos de sectores populares y estudiantes que chocan con la Policía en las protestas. Proliferan también entre sectores de la élite cuya poca disposición a someterse a las autoridades ha quedado resumida en el “usted no sabe quién soy yo”, que los medios han registrado numerosas veces.

Sin autoridad, un país no puede alcanzar logros colectivos. Es necesario que, una vez que lleguemos a un acuerdo acerca de la forma de enfrentar un problema común, todos estemos dispuestos a honrar ese acuerdo. El tema es que todavía tenemos muchos dirigentes políticos y empresariales que creen que no es necesario someter a discusión las metas colectivas que proponen y que, si la gente no les camina, porque no se ha alcanzado un acuerdo acerca de esas metas, lo que hay que hacer es recurrir a “la mano dura”, es decir, actuar de un modo autoritario.

Podría asegurar que otro habría sido el devenir de las cosas, si el Gobierno Nacional y la Alcaldía de Bogotá hubiesen optado por escuchar a los usuarios de motocicletas, en vez de recurrir a un modo autoritario y tecnocrático de hacer las cosas.

Lo que ha ocurrido recientemente en Bogotá con la prohibición de que dos personas se transporten en una misma motocicleta a ciertas horas y en ciertos días de la semana es un síntoma del referido predicamento. La falta de autoridad y el exceso de autoritarismo impiden que este país concentre sus energías en logros colectivos e individuales, en vez de hacerlo en protestas y en represión de las protestas. Podría asegurar que otro habría sido el devenir de las cosas, si el Gobierno Nacional y la Alcaldía de Bogotá hubiesen optado por escuchar a los usuarios de motocicletas, en vez de recurrir a un modo autoritario y tecnocrático de hacer las cosas. No dudo de que los funcionarios de la Alcaldía le echaron mucha cabeza al mejor modo de encontrar un balance entre la reducción de los crímenes cometidos por personas que se movilizan en moto y las necesidades de transporte de un sector de la población que usa este tipo de vehículo. El tema es que una decisión de las autoridades, para que sea cumplida exitosamente, requiere de la colaboración de la ciudadanía, y esa colaboración es casi que imposible obtenerla sin escucharla.

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Hay dos buenas razones para escuchar a la gente antes de tomar una decisión que la afecta. La primera es la disposición de las personas a acatar las autoridades, cuando siente que es tratada con respeto y es escuchada. Se trata de un modo procedimental de obtener la anuencia de la gente a las decisiones de las autoridades. En lugar de recurrir al miedo al castigo o de apelar a la expectativa de una recompensa, escuchar a la gente con respeto en el marco de un procedimiento participativo la motiva a cumplir las decisiones de las autoridades, incluso cuando esas decisiones van en contravía de su interés inmediato.

Numerosos estudios han validado esta noción procedimental de la legitimidad de las autoridades. Siguiendo el trabajo pionero de Tom Tyler, en un reciente artículo publicado en Análisis Político, el profesor de estadística de la Universidad Nacional Jimmy Corzo y yo examinamos la relación entre la tasa de homicidios y la confianza en las autoridades, el cual es un índice bastante aproximado de que la gente siente que es escuchada y tratada con respeto. La evidencia de 44 países de América Latina y Europa nos muestra que la tasa de homicidios es mucho más baja donde la gente confía en las autoridades. Por el contrario, esa tasa es mucho más alta donde la confianza en las autoridades es mucho más baja.

La lección es clara: necesitamos más participación ciudadana para reducir el delito. La “mano dura” es, en realidad, la fantasía de muchos políticos y empresarios, y en muchos casos también un mero ‘postureo’ mediático.

El mecanismo que une las dos cosas es claro: la gente no va a colaborar con las autoridades donde no confía en ellas. Sin colaboración con las autoridades, las organizaciones criminales saben que la probabilidad de que las atrapen es mucho menor. Cabe resaltar, además, que esta relación entre la confianza en las autoridades y la tasa de homicidios es más fuerte que la que hay entre homicidios e impunidad. La lección es clara: necesitamos más participación ciudadana para reducir el delito. La “mano dura” es, en realidad, la fantasía de muchos políticos y empresarios, y en muchos casos también un mero ‘postureo’ mediático.

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La segunda razón para escuchar a la gente antes de tomar una decisión que la afecta es que diez cabezas piensan mejor que una, cien mejor que diez, etc. Esta idea ha quedado condensada en dos conceptos tales como la inteligencia colectiva y la sabiduría de la multitud. La experiencia de muchos equipos de trabajo que recurren a la llamada lluvia de ideas es otra demostración de que, para resolver un problema, conviene mirar las cosas desde diferentes ángulos y examinar múltiples alternativas, antes de escoger aquella que finalmente será implementada. El objetivo no es la unanimidad sino el más modesto, pero no menos exigente, del compromiso, esto es, el acuerdo más amplio posible, basado en el balance de los intereses de todos los afectados.

Desde luego, esta es una idea que es más fácil de enunciar que de implementar. No obstante, sería bastante erróneo soslayar el efecto que tendría en el fortalecimiento de nuestras instituciones. Es cierto que el costo que requiere tomar en consideración la opinión de muchas personas y de procurar un acuerdo que tome en cuenta sus argumentos es alto, pero es mucho más bajo que el de hacer cumplir normas con las cuales la gente no está de acuerdo o que le son indiferentes. El beneficio de tomar decisiones sin escuchar a la gente se puede evaporar rápidamente. En cambio, el beneficio de escucharla es duradero pues contribuye a la obediencia voluntaria a la ley y aumenta la confianza en las autoridades.

La gravedad de los problemas que tenemos demanda un gran sentido de urgencia. Sin embargo, no podemos afrontarlos con precipitación. La gran tentación de las autoridades es la de tomar medidas contundentes lo más rápido posible para restaurar el orden. Tal era el expediente del antiguo estado de sitio cuya vigencia se prolongaba una y otra vez, tantas veces que en el siglo pasado vivimos más años bajo estado de sitio que bajo un régimen de normalidad institucional. Esta mentalidad de estado de sitio sigue entre nosotros. Es una de esas herencias de la Constitución de 1886 que no se le quita de la cabeza a nuestros dirigentes. Los desafíos actuales demandan que hagamos las cosas de otro modo. Esta no es una tarea solo de nuestros líderes. También es de la ciudadanía, a quien esos líderes les deben rendir cuentas. Entonces, y solo entonces, habremos superado al fin la Constitución de 1886.

[1] Abogado, Ph D en ciencia política, profesor asociado del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.

Por Juan Gabriel Gómez Albarello*

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