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¿Antisemitismo en Colombia? ¿Cuándo? ¿Cómo? Parecerían preguntas fuera de lugar en una sociedad que, según nos parece, está desligada de este tipo de asuntos provenientes de contextos internacionales. No obstante, hoy surge la duda cuando el revisionismo es re-visado por algunos escépticos, o cuando se establecen supuestos nexos de neonazismo en figuras importantes de la política, o cuando en relación con el conflicto árabe-israelí, comentarios macabros aluden a las acciones israelíes como producto del aprendizaje del Holocausto.
Pues bien, Colombia —al igual que muchos países del mundo, durante diversos períodos de la Historia— también fue escenario de antisemitismo, durante las décadas de 1930 y 1940. En este tiempo, trescientos mil europeos de origen judío salieron del Antiguo Continente para salvarse de los nazis. Colombia, por su parte, recibió solamente a 6.000; una cifra ínfima en comparación con países como Estados Unidos —entre 165.000 y 212.000—, Argentina —45.000—, Brasil y Chile —25.000 y 15.000—.
La entrada de esta oleada atravesó grandes complicaciones, ya que luego de un fuerte debate de intelectuales, políticos y comerciantes respecto a la apertura o clausura de políticas inmigratorias hacia estos extranjeros, las autoridades colombianas establecieron trabas a su inmigración durante las décadas de 1930 y 1940.
Uno de los expositores más fuertes de este debate fue Luis López de Mesa, quien advertía que los judíos “tenían una orientación parasitaria de la vida” y “sus costumbres invertebradas de asimilación de riqueza por el cambio, la usura, el trueque y el truco” hacían que su llegada fuese un inconveniente para el desarrollo del país.
Además de López de Mesa, estaban otros intelectuales como Calibán (para quien “el judío de la Europa central representa uno de los tipos humanos más bajos”, pero en la siguiente década cambió su posición), Salvador Tello Mejía (intelectual antioqueño, autor de la obra Colombia ante los judíos, que alerta sobre el supuesto plan de dominación mundial por parte de las comunidades judías) y Laureano Gómez (quien desde El Siglo emitió duros comentarios para estos inmigrantes e incluso lideró un plebiscito en 1942 para expulsarlos), así como representantes de las Cámaras de Comercio de Popayán, Palmira, Honda, Bucaramanga, Cúcuta, Cartagena, Barranquilla, Medellín y Bogotá.
Desde estas sedes se enviaron epístolas al ministro, en las que pedían evitar la inmigración al país de “elementos indeseables” en especial de “raza hebrea, pues tales elementos, transmisores de enfermedades que constituyen seria amenaza para nuestra raza, y portadores de costumbres antagónicas a las del pueblo colombiano” (…) “entraña(n) serios peligros para nuestra raza, por la diversidad de costumbres de aquellos”.
Finalmente, se establecieron las restricciones a la inmigración de judíos, especialmente polacos y alemanes, en 1936 y 1938 (con el aval y conocimiento de los presidentes de turno), con López de Mesa a la cabeza. Como ministro de Relaciones Exteriores en 1939, emitió una orden a los cónsules que desesperanzó a las familias establecidas y a aquellos extranjeros que querían venir al país, en el que sostenía: “Considera el Gobierno que la cifra de cinco mil judíos actualmente establecidos en Colombia, constituyen [sic] ya un porcentaje imposible de superar, a pesar de los sentimientos humanitarios que naturalmente inclinan la acogida benévola de las minorías raciales hoy perseguidas. Esto hace necesario que los cónsules bajo su jurisdicción opongan todas las trabas humanamente posibles a la visación de nuevos pasaportes a elementos judíos”.
Bajo estas medidas, pocos judíos pudieron ingresar a Colombia a partir de 1939 y hasta 1941 —cuando el gobierno nazi frena toda salida del Reich e inicia la Solución Final—. Estas restricciones se mantuvieron intactas durante el transcurso de toda la guerra, aun cuando las solicitudes se hacían más exasperadas y los cables internacionales develaban el asesinato masivo de judíos europeos por causa de los nazis. En este sentido, la exaltación de las voces de auxilio de los judíos europeos no generó ningún tipo de cambio en la política inmigratoria colombiana.
En la década de 1940 afloraron expresiones de rechazo como el ya mencionado intento de expulsión que promovió el periódico El Siglo, con Laureano Gómez a la cabeza, quien, en su cargo como senador de la República, presentó un proyecto de ley en el Senado, el 11 de agosto de 1942 (y aprobado en primer debate por diez de los dieciocho senadores) bajo la argumentación de que el fenómeno judío es “un problema” que ha preocupado a pensadores de todas las tendencias, en la medida en que constituye un pueblo disperso por el mundo, y especifica: “la característica del judío es que no tiene patria, que va a los países y puede vivir por generaciones, pero conservan otra patria, su patria judía; de modo que donde quieran que se encuentren, aun cuando aparezcan y se finjan y se revelen como afiliados, no lo están; conservan su nacionalidad” y porque “el enemigo primero de los judíos es el catolicismo”. Esta iniciativa generó tantas críticas como simpatías, pero finalmente no logró evolucionar a la categoría de ley.
De otro lado, en agosto de 1940 el gobierno nacional negó la personería jurídica a varias asociaciones judías: la Asociación Hebrea de Bogotá, el centro de Adju Israel también de esa ciudad y la Sociedad Hebrea de Socorros de Cali; y de igual forma ocurrió tres años más tarde, cuando la Gobernación de Cundinamarca negó la personería jurídica a la tercera comunidad de los judíos inmigrantes: la Montefiore. Estas negaciones fueron rápidamente modificadas.
Cabe resaltar un boicot al comercio judío en Bogotá, durante la tarde-noche del 8 de agosto de 1946, ocasionado, según los periódicos El Tiempo, El Espectador y La Razón, por un conflicto entre Jacobo Fisboim —un judío polaco de 21 años radicado en Bogotá— y Alfonso Pardo Ruiz —un joven colombiano católico de 20 años— que desencadenó el descontrol en el centro de la ciudad. En el episodio, en el que hubo frases como: “¡Mueran los polacos y judíos!”, alrededor de 44 almacenes sufrieron destrucciones y, según la AJC (American Jewish Comitee), algunos judíos fueron golpeados. Finalmente, escuadrones de la policía dispersaron a los atacantes y el incidente fue repudiado en varios sectores de la población.
Ahora bien, si recuerda el famoso caso del barco “Éxodo”, que ha suscitado películas y libros, sabrá que en esa ocasión 4.500 judíos emigraron de un puerto francés, pero en realidad se dirigían a Palestina. ¿Qué tiene que ver Colombia? Que los pasaportes presentados por estos inmigrantes supuestamente poseían visas colombianas. Se inició entonces un debate mundial sobre cuál nación debería recibir a los viajeros que habían sobrevivido a las cámaras de gas de Hitler. Francia sostenía que no podía obligar a los judíos a permanecer en Europa; Inglaterra, desde hacía varios años, no entregaba permisos para entrar a la “tierra prometida” y Colombia advirtió que esas visas eran falsificadas y que por ningún motivo recibiría inmigrantes en masa, porque según Carlos Holguín Holguín, el entonces secretario del Ministerio de Relaciones Exteriores, “no ha pasado por mi despacho visa colectiva alguna, y mucho menos para gentes que pudieran ser profesionales del comercio, porque el gobierno (…) ha restringido totalmente la inmigración de esos elementos”.
Todas estas acciones fueron efímeras y se enmarcaron en un contexto permeado por el antisemitismo que existía en el mundo. En Colombia se configuró un antisemitismo local, producto de una transferencia de los imaginarios que existían en el mundo en combinación con la realidad del encuentro entre los colombianos y los inmigrantes de origen judío.
En este sentido, de acuerdo con el punto de observación, adquirían un rasgo particular. Para los comunistas, eran objeto de rechazo por capitalistas, y viceversa; para los católicos eran “asesinos de su Dios”; para algunos alemanes representaban una raza inferior; para los nacionalistas xenofóbicos eran la invasión extranjera, para los racistas criollos, el componente imperfecto de una raza colombiana suficientemente llena de miseria e ignorancia, y para los comerciantes colombianos, personificadores de usura, innovación y competencia
Con el transcurso de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se generó una transformación en el antisemitismo, por cuenta de su nexo con el autoritarismo de Adolfo Hitler en oposición a los aliados y el encuentro entre los colombianos y estos inmigrantes porque, primero, los viajeros se adaptaron a la sociedad —aunque algunos emigraron cuando la guerra terminó—, y segundo, los colombianos se dieron cuenta de que eran seres de carne y hueso —ya no los villanos que habían construido, por ejemplo, a través de caricaturas—, y que en realidad podían aportar mucho a la sociedad.
Colombia perdió la oportunidad de enriquecer su riqueza cultural, social y económica con la recepción de inmigrantes judíos de origen polaco y alemán, pero también muchos judíos solicitantes (más de 15.000, de acuerdo con las cifras del Ministerio de Relaciones Exteriores) tuvieron que quedarse en Europa y algunos de ellos murieron en manos del gobierno antisemita de Adolfo Hitler.
La exaltación de sus voces ha sido un propósito constante como una manera de “hacer justicia” a estas víctimas del Holocausto nazi, en el que Colombia realizó un pequeño, pero aún así significativo aporte. En este marco resulta indignante que hoy existan personas que —por cuenta de escasos conocimientos de las fuentes, rezagos del antisemitismo del siglo XX o del conflicto árabe-israelí, o estereotipos del neonazismo— nieguen que el Holocausto —con el consecuente sufrimiento y muerte de millones de personas— alguna vez existió.
En estos acontecimientos, también debemos hacer memoria desde lo local y darnos cuenta de que estamos más anclados a los contextos internacionales de lo que a veces pensamos. Nosotros jugamos un papel en esta historia y por tanto también debemos hacer reivindicación para que una historia así no vuelva a ocurrir.
* Comunicadora social con énfasis en Periodismo y Magíster en Historia con énfasis en Historiografía Cultural. Trabajo en la Oficina de Prensa de la UN, para la Agencia de Noticias y para el Periódico UN. /