Si los colegios y universidades adonde van los hijos de las élites no reciben a quienes carecen de conexiones, entonces el poder se mantendrá en las mismas familias. Esto ha pasado en Colombia durante siglos. Los apellidos de las familias de las élites de los siglos XVIII y XIX tienen varias veces más probabilidad de aparecer entre las élites actuales que los apellidos comunes y corrientes, y muchas veces más todavía que los apellidos de los indígenas o los negros de esa época, los cuales prácticamente son inexistentes entre las élites actuales (Jaramillo-Echeverri y Álvarez, 2023).
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Por ejemplo, los apellidos de quienes pasaron por el Real Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé entre 1605 y 1820 y de quienes estuvieron en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario entre 1773 y 1842 tienen mucha más probabilidad de aparecer en las listas actuales de los colegios privados de élite (como algunos colegios bilingües de alto desempeño académico) o de la Universidad de los Andes que los apellidos de los demás. La persistencia de algunas familias dentro de las élites también se observa claramente al contrastar los apellidos de los socios fundadores del exclusivo Jockey Club (1874-1902) con los apellidos actuales en las instituciones educativas de élite.
Este dato es revelador: los apellidos de los fundadores del Jockey Club tienen 12 veces más posibilidad de aparecer en las listas actuales de la Universidad de los Andes que los apellidos comunes y corrientes. Algo semejante ocurre con los apellidos de los dueños fundadores de los primeros bancos del país (1870-1885). La persistencia de los apellidos se refuerza notablemente por el hecho de que los miembros de familias con apellidos de élite se casan entre sí (Jaramillo-Echeverri y Álvarez, 2023).
La mayoría de los integrantes de las élites en el siglo XX se educaron en unos pocos colegios (Pearce y Velasco, 2024). En su orden: el Gimnasio Moderno, el Colegio San Carlos, el San Bartolomé La Merced, el Colegio San Ignacio y el Colegio San José, todos ellos colegios privados solo para hombres. Y pasaron por unas pocas universidades colombianas (de pregrado): la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad de los Andes, la Universidad Externado de Colombia y el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
El sistema educativo ha sido y sigue siendo la fábrica donde se reproduce el capital relacional, que es esencial para ejercer el poder económico, político y técnico. Quien nace en una familia que carece de conexiones e influencias podría en principio desarrollar el capital relacional si asistiera a los colegios y universidades adonde van los hijos de las élites. Pero eso no ocurre en la práctica, porque el sistema educativo colombiano es muy segregado. Lo mismo se puede decir de la conformación de los vecindarios, al punto de que la segregación está oficialmente codificada en el odioso Sisbén.
Por consiguiente, los miembros de las élites surgen con mucha más probabilidad de las familias que han sido o son parte de las élites. Esto no quiere decir que haya dinastías hereditarias, donde la pertenencia a la élite sea un derecho por la familia de nacimiento (la Constitución de 1886 eliminó los títulos nobiliarios, que ya no tenían ningún poder efectivo).
Para que alguien llegue a ser parte de la élite debe tener otras características personales relevantes para ejercer el poder, como la inteligencia social, la formación académica, la capacidad de trabajo y la experiencia laboral; es decir los méritos.
Mucha gente considera que la meritocracia es deseable porque asegura que quienes tienen el poder son los más capaces. Entonces es fácil caer en la tiranía del mérito, que consiste en que las élites justifican y reproducen las desigualdades, ignorando que estas se deben, primero que todo, a la segregación y luego, en gran medida, a la suerte que significa tener ciertos rasgos de personalidad y haber pasado a lo largo de la vida por una serie de circunstancias favorables (Sandel, 2020).
Las élites políticas
Durante la mayor parte del siglo XX, la élite política provenía de unas pocas familias que tenían el control de los partidos liberal y conservador. Su poder político se extendía hasta las regiones, pues los alcaldes y gobernadores eran nombrados por el Ejecutivo, no escogidos por elección popular (como lo es desde 1988). La violencia que desataba el permanente enfrentamiento entre los dos partidos tradicionales indujo a sus líderes a un pacto de élites, llamado Frente Nacional, para turnarse durante 16 años, a partir de 1958, el cargo de presidente y dividir por partes iguales la participación de los dos partidos en los más importantes cargos públicos.
El dominio político de unas pocas familias era tal que, en 1974, en las primeras elecciones en que hubo competencia partidista después del Frente Nacional, los candidatos de los dos partidos tradicionales eran hijos de expresidentes y la tercera candidata era la hija del único dictador que ha tenido el país.
Pero en la década de 1980 se empezó a resquebrajar el control político nacional por parte de unas pocas familias, pues se fragmentó el sistema partidista y ganaron fuerza las élites políticas regionales (algunas de ellas alimentadas por el narcotráfico y el lavado de dinero). La Constitución de 1991 aceleró este proceso al facilitar la creación de nuevos partidos y al establecer la circunscripción nacional para elegir a los miembros del Congreso. La reforma política de 2003, al crear la modalidad de voto preferente, fortaleció aún más el poder de las élites políticas regionales frente a las estructuras partidistas nacionales.
No existía una buena recopilación de información sobre las élites hasta el estudio muy reciente de Pearce y Velasco (2024), que utilizó múltiples fuentes para mostrar la concentración del poder político en el país, incluyendo noticias de prensa, derechos de petición, redes sociales y páginas web oficiales. Gracias a este esfuerzo se sabe ahora que, entre 1991 y 2021, la élite política del país estuvo conformada por 771 personas que han ocupado los cargos más altos en la rama Ejecutiva del Estado (presidencia, ministerios de Defensa, del Interior, de Justicia, de Minas y Energía, de Relaciones Exteriores y gobernación), la rama Legislativa (congresistas con dos o más reelecciones) y los organismos de control del ministerio público (Contraloría, Defensoría del Pueblo y Procuraduría).
La gran mayoría de los miembros de esta élite vienen de solo 68 familias, algunas con dominio político nacional, otras con dominio político regional. Con muy escasas excepciones, quienes son parte de la élite política del país han estudiado en universidades privadas, entre las cuales se destacan la Universidad Javeriana y la Universidad Externado de Colombia.
La gran mayoría de los presidentes —todos hombres— provienen de las grandes ciudades andinas, especialmente de Bogotá. Solo recientemente la vicepresidencia y otros altos cargos del Ejecutivo han incluido un número significativo de mujeres. A ello ha contribuido la Ley 581 de 2000 (también conocida como ley de cuotas), que estableció que el 30 % de los altos cargos públicos deben ser ocupados por mujeres.
El poder político nacional ha estado muy concentrado en siete familias: los Ospina, los Lleras, los López, los Pastrana, los Gaviria, los Uribe y los Santos. Estas familias aparecen destacadas como élites políticas nacionales en la literatura, los medios de comunicación y la opinión pública. Con menor frecuencia aparecen las familias Samper, Restrepo, Galán, Holguín, Peñalosa, Rojas, Lara, Valencia, Caro, Mosquera, Gómez y Caballero. Entre todas ellas hay múltiples vínculos familiares, de negocios y de apoyo mutuo, que se extienden a amigos cercanos y relacionados (Martín de la Fuente, 2018).
Por su parte, el poder político regional ha estado concentrado en 33 familias. Algunas de ellas derivaron su poder de sus estrechas relaciones con los partidos tradicionales. Otras lo construyeron para enfrentar el predominio de los líderes nacionales de los partidos liberal y conservador. Así surgieron los clanes políticos regionales, muchos de los cuales no son apenas estructuras familiares y, por consiguiente, no aparecen en esa lista de 33 familias.
Los primeros clanes políticos eran organizaciones de compra de votos con métodos clientelistas. “Luego, con el auge del narcotráfico y de otras economías subterráneas, algunos de estos clanes se asociaron también con grupos al margen de la ley para buscar beneficios en estas nuevas rentas. Se perfilaron como actores de primer orden en la política departamental y municipal, por encima de los partidos políticos, simples vehículos de sus aspiraciones” (Valencia, 2020).
Han sido identificados 54 clanes políticos que actualmente se reparten el poder político a lo largo y ancho del país (Ávila, 2021). Son redes que involucran no solo a miembros de una familia, sino también a diversas personas aliadas que cuentan con recursos económicos, conocimiento y experiencia en negocios ilegales, y con capital relacional.
La estrategia de los clanes políticos consiste en utilizar todos estos recursos para adquirir el control de las instituciones del Estado que operan en una región, incluyendo las alcaldías y gobernaciones, los concejos municipales, las asambleas departamentales, los órganos de control regional (personerías, contralorías), etc. De esta forma, los dineros públicos (incluyendo las transferencias del Gobierno central) pueden ser asignados sin mayor riesgo para beneficio de los miembros del clan o de empresas que los apoyen.
Una actividad favorita de los clanes políticos es la obtención de contratos públicos con métodos corruptos, cuyas modalidades se vieron en el capítulo anterior. Además, los clanes políticos regionales asignan desde las alcaldías o las gobernaciones contratos públicos (especialmente de obras civiles) a empresas privadas que quedan comprometidas a financiar las campañas políticas y la compra de votos, preservándose y reproduciéndose así los poderes políticos y económicos regionales. Los clanes cuentan con poder para que familiares y amigos sin trayectoria política o profesional relevante sean elegidos para las curules legislativas nacionales, departamentales y municipales, o nombrados en cargos del sector público nacional o local.
El resultado de todo esto son autoritarismos subnacionales, en desmedro de la participación democrática en las decisiones de política pública local y del buen uso de los recursos públicos que reciben los departamentos y municipios por impuestos y transferencias (Ávila, 2023). Más grave aún, según el reconocido politólogo James Robinson, ganador del Premio Nobel de Economía en 2024, “a estas élites locales se les ha dado libertad para gobernar como ellos deseen e incluso se les ha permitido tener representación en el Congreso, a cambio de dar soporte político y de no desafiar a las élites nacionales. Es esta forma de gobierno en la periferia lo que ha creado el caos y la ilegalidad que ha aquejado a Colombia” (citado en Ardila, 2023).
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Eduardo Lora es un economista bogotano. Estudió en la Universidad Nacional y en la London School of Economics. Fue director de Fedesarrollo (1991-1995) y economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (2008-2012).