Capítulo 2

EL FUTURO
EN PAUSA

Jóvenes de Amazonas esquivan las esquirlas del crimen que los dejó pausados tras muros blancos

Por: María José Barrios Figueroa y Terumoto Fukuda

En la punta sur de Colombia nueve muchachos están recluidos entre paredes blancas, alambres y un cielo por el que solo pasan pájaros y avionetas. Esta es la historia de quienes están purgando sanciones por crímenes graves y viven entre la posibilidad de escoger otro camino y el desasosiego de volver a salir al mundo atravesado por el sicariato, los cultivos de coca y los grupos criminales que absorben vidas jóvenes.

Pasarían meses antes de que Liana supiera qué era lo que estaba haciendo su hijo cuando le pedía, cada vez que salía a trabajar, que se quedara en la casa. Cuando se dio cuenta, Elías estaba de rodillas pidiéndole perdón, a punto de entrar a un proceso judicial que ninguno sabía cómo afrontar.

Para Bryan Wilches serían años, exactamente cuatro, los que pasaron entre la grabación de un video que lo implicó irreparablemente en un crimen cuando tenía 14 y el momento en el que la justicia tocó su puerta. En ese punto, lo que pasó era un recuerdo borroso, ya tenía cédula y todavía no asumía la gravedad de lo ocurrido.

A los dos un juzgado los halló culpables de delitos graves y los sentenció a entrar a una “cárcel de menores”, como la mayor parte del país conoce a los centros de atención especializada (CAE). Ambos tuvieron que enfrentarse a las miradas de sus papás, al recuerdo de los consejos no atendidos y al hecho de que ya no serían el ejemplo de sus hermanos menores.

Liana recuerda haberle dicho a su hijo que le tocaba “asumir el castigo”. Ese día, mientras el policía le relató lo sucedido, no terminó de comprender que era Elías el que había cometido un crimen. Solo lo hizo en medio de las audiencias, las entrevistas con el ICBF y la Fiscalía y la sentencia. Pero nadie la preparó para el golpe de verlo entrar al centro, ni para los nervios que sintió la primera vez que lo visitó con una condena a su nombre.

“Yo me sentí dolorosa. Yo le dije, ‘pues tiene que aprender hijito, ¿qué se puede hacer? Usted lo cometió, pues pague lo que hizo, mi amor’”, cuenta.

Con Elías son nueve los jóvenes actualmente recluidos en la “cárcel de menores” de Leticia, a la cual accedió un equipo de El Espectador. Es un terreno equivalente a una octava parte de la Plaza de Bolívar de Bogotá, ubicado en el mismo barrio en el que se erigieron casas lujosas de dos pisos, con altas cercas para evitar las miradas de quienes pasen al lado, y a menos de dos kilómetros de la frontera. Allí, encerrados entre muros, esquivan los embates de la misma violencia que llevó a que hoy pasen sus 24 horas aislados del exterior.

Viven entre paredes blancas, en un espacio cerrado con una puerta pesada, pero a cielo abierto, con destellos que en un día soleado hace que los 30°C se sientan más calientes. Son al menos 16 cámaras las que están vigilando en todo momento el lugar en el que ellos pasan los días, con cortinas colgadas para separar los espacios, durmiendo en habitaciones compartidas, con arañas que se trepan entre las sábanas y los ruidos de los pájaros que suenan más fuerte que cualquier camioneta que pase por las inmediaciones.

Cuando se entra a ese lugar, al mirar hacia arriba hay un alambre recorriendo todas las paredes que dan al mundo exterior, la advertencia más visible ante la posibilidad de un escape. En una parte de ese filamento con dientes está colgado un zapato que perteneció en algún momento a un joven que también pasó sus días encerrado. Estando allá adentro, esos tenis pierden el significado que tienen afuera y se convierten en el recuerdo de lo que está detrás de esos muros.

También hay murales. Uno tiene un tucán al lado de un delfín rosado en el río Amazonas. Otro tiene los nombres de todos los muchachos, una especie de graffiti colectivo para la memoria de quienes salen. Hay un balón con el que se entretienen en la cancha de basquetbol que está adentro y en las gradas están colgadas camisas, entre ellas una del Atlético Nacional, de la que su dueño habla con mucho orgullo. Hay una huerta pequeña, un arbusto en el que hizo su nido un pajarito que no los abandona y por el que se desvive la única adolescente allí recluida.

No es fácil ser la única mujer entre ocho hombres, pero con todos se lleva bien. Como algunos de ellos, tiene un tatuaje visible en la muñeca, es la única que tiene el pelo por debajo de los hombros, al que cuida con mucho esmero. Incluso para las actividades por las que pasa horas bajo el sol se maquilla y les pregunta a sus compañeros si se le corrió la pestañina. Ya aprendieron a responderle después de vivir meses con ella.

Todos son parte del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA). Unos llegaron con los 6.767 jóvenes a los que la justicia aprehendió en toda Colombia por haber cometido un delito en 2023, otros con los 6.265 que lo hicieron en 2024. El más nuevo, que llevaba solo dos semanas cuando este diario recorrió el centro, es uno de los 1.926 que el ICBF reportó hasta abril de este año.

Algunos ya han celebrado dos cumpleaños en ese centro. Se acostumbraron a dormir en esas camas, a levantarse a las 6:00 a. m. todos los días para hacerle el aseo al espacio que habitan. Viven entre los ruidos de muchachos que nunca se habían cruzado antes de entrar, o que conocían de lejos y que ahora son las caras que más ven. Sus delitos los dejaron aislados de sus entornos, de sus familias, de sus amigos, de los planes que tenían.

“No, pues, en el futuro… el futuro es incierto, ¿no?”, dice Omar, uno de los jóvenes allí recluidos.

La parte del Centro de Atención Especializada (CAE) en la que están recluidos los muchachos en Leticia comprende una octava parte de la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Desde la capital amazónica, el tránsito hacia Perú y Brasil es de fácil acceso.
El comercio se mueve sobre todo por el río, en el que también pasan las rutas del narcotráfico en esa zona del país.
En Leticia, la mejor forma de moverse es en un tuk tuk. Quienes los conducen conocen todo lo que pasa en la ciudad.
El centro está rodeado de alambres y la Policía hace rondas al menos tres veces al día.
Al menos 16 cámaras vigilan en todo momento a los jóvenes, recluidos por haber cometido crímenes graves.
Ver a sus hijos en un CAE es un golpe para los papás de los muchachos. "La familia obviamente es llena de temores, llena de miedos", explican los trabajadores.
Martín Zabala es el director del CAE de Leticia. Defiende la apuesta pedagógica que maneja el centro y hace énfasis en la resocialización.
Los muchachos van cada 15 días a la "Granja Munay", en la que siembran plantas medicinales.
Ese lugar queda a 20 minutos de Leticia. Quienes trabajan con los muchachos dicen que es una actividad que ayuda a "motivarlos".
Bryan Wilches, hoy concejal de Leticia, también estuvo recluido en el CAE. Cuenta que en el CAE comenzó a pensar en convertirse en un representante para sus compañeros.

Los usan para “saldar cuentas” en la frontera

Los muchachos que viven en el centro aprendieron a nadar en el río Amazonas, al que ya no ven. En un punto de sus vidas fueron parte del grupo de niños leticianos que en un día de vacaciones, al mediodía, con el sol a sus espaldas, se trepan en el árbol más alto que encuentren y se lanzan al agua. Se desplazan en balsas pequeñas, paran a saludarse, a hablar. Sus vidas transcurrieron en la ribera del afluente, en casas palafíticas.

Esas aguas hacen parte de la triple frontera que congrega los departamentos del Amazonas (Colombia), Amazonas (Brasil) y Loreto (Perú), en la que se mueven cinco grupos criminales, de acuerdo con reportes de la Defensoría del Pueblo, la Policía Nacional, y el Ministerio de Justicia brasileño.

A cuatro de ellos se enfrentan por el control de las rutas del narcotráfico en el norte de Brasil: Comando Vermelho —el más grande en esa zona—, Los Crías, Primer Comando Capital y Familia do Norte. Solo el Bloque Amazonas Manuel Marulanda Vélez del Frente Carolina Ramírez tiene raíces en Colombia, opera en el norte de ese departamento, y nació de un enfrentamiento entre las disidencias de “Gentil Duarte” e “Iván Mordisco”. Todas esas estructuras criminales llegan a “ajustar cuentas” en la capital amazónica.

En el lado colombiano, a pocos metros del puente que separa a ambas ciudades, por las que pasa una vía compartida que en Tabatinga tiene el nombre de “avenida de la amistad”, se ubican los conductores de tuk tuk a esperar a que les salga un servicio. Allí le cuentan al que pregunte sobre la seguridad en Leticia la historia de un comerciante asesinado por dos sicarios “con cara de niños” que llegaron en una moto y se escaparon. “A nadie lo matan porque sí”, dicen.

Allí se conoce de Los Crías, un grupo que nació de Familia do Norte y se disputó hace algunos años el control de Tabatinga con Comando Vermelho. El nombre no es coincidencia: son muchachos, generalmente de origen brasileño, los que “saldan las cuentas” y escapan de la justicia colombiana.

“La persona puede haber cometido un delito en Colombia, pero pasar la frontera abierta al vecino país de Brasil, que lo que nos separa es una calle, muchas veces desdibuja eso que ocurrió acá”, explica Luis Fernando Llamas, director regional del ICBF en el Amazonas.

El caso peruano es otro: en esa zona, lo que separa el territorio colombiano de Perú es el río. En un día normal, cruzar esa frontera, sin necesidad de pasaporte o cédula, cuesta $20.000.

El mismo río pasan, pero un poco más al norte, escondidos de la visibilidad que daría un malecón en un día normal, los integrantes de esos grupos criminales que buscan en los jóvenes leticianos mano de obra barata para cultivar ilegalmente la hoja de la coca, una tarea casi imposible en esa región de Colombia, donde los ciclos del río no permiten una producción estable. Del lado peruano, a donde pasan para ser raspachines y así conseguir unos pesos diarios, en 2024 se reportaron 12.409 hectáreas de hoja de coca sembradas, de acuerdo con la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida) de Perú.

El movimiento de jóvenes por la frontera se extiende hasta las afueras del centro urbano de Leticia y pasa por los resguardos indígenas que están a pocos kilómetros. La vida en las comunidades es de fácil acceso para cualquiera que tome un bus desde el centro de la capital amazónica y pague $10.000. Los líderes se reúnen en una maloka que está en el kilómetro siete, al pie de la carretera, y están rodeados por una espesa selva por la que se mueven los grupos criminales que atraen a los muchachos.

“Todo el que trabaja con la droga maneja armas y regresan con mañas y a disparar, porque como están en el monte fácilmente cogen un arma. Vienen a querer intimidar acá”, afirma don José Manuyama, la autoridad máxima de los resguardos indígenas entre el kilómetro 6 y el 11 a las afueras de Leticia.

Es un ciclo en el que los resguardos pierden a sus jóvenes ante la criminalidad. La guardia indígena no puede enfrentarse a las pistolas que cargan los muchachos que pertenecen a las dos fronteras y los líderes de la comunidad tratan de poner una barrera entre los que se fueron y los que quedan.

“Las bandas criminales vienen acá y traen la droga. Miran qué muchacho está metido en eso y lo surten. Ese muchacho se encarga de venderles a los acá y de decir ‘mire, a mí me está yendo bien, hay unas personas que nos están surtiendo’”, narra el gobernador curaca.

Tabatinga es una ciudad brasileña en el estado de Amazonas, situada en la Triple Frontera con Colombia (Leticia) y Perú (Santa Rosa).

Hay al menos 16 cámaras vigilando a los jóvenes en todo momento, quienes pasan sus días entre actividades escolares.

El crimen los dejó lejos de sus familias y de sus amigos

El tráfico, fabricación o porte de estupefacientes fue, en 2024, el segundo delito que más cometieron los jóvenes que enfrentan o enfrentaron procesos judiciales (12 %). El primero fue hurto y correspondió al 23 % del total en ese mismo año. La comisión de cualquiera de los dos —agravado, en el segundo caso— le abre la puerta a un fiscal para que pida la sanción de la privación de la libertad a un juez. Aunque en la Ley 1098 de 2006 o Código de Infancia y Adolescencia se especifica que debería ser la menos aplicada, ante un entorno de riesgo, las familias prefieren tener a sus hijos recluidos.

“Afuera uno más o menos vivía bien, pero aquí uno vive más bien. ¿Sí me entiende? Más relajado, con la conciencia sana, ¿sí me entiende? No lo están esperando a uno por allá atrás, en cualquier esquina, eso no es vivir bien”, cuenta Daniel, quien lleva un año y medio recluido.

Afuera, él y la mayoría de sus compañeros tenían, en los ojos de sus padres, una vida relativamente normal. Dalia, la mamá de uno de los nueve muchachos, recuerda que no fueron pocas las ocasiones en las que le dijo a su hijo, que ya cumplió dos años encerrado, que siguiera sus consejos, que no le alzara la voz, que no se alejara de su familia por andar con “malas juntas”. Al final, Santiago solo le dio la razón cuando ella lo visitó por primera vez, ya con una sentencia encima.

Hay ojos que conocen de todo lo que ocurre en las calles leticianas. Ven el movimiento en el paso fronterizo más conocido entre Tabatinga y Leticia, pues allí se parquean casi todos los días para buscar trabajo, saben cuáles son los lugares a los que llegan los jóvenes que quieren surtirse, por qué lado no se puede mirar o pasar después de cierta hora. Son los conductores de tuk tuk, inescapables para cualquiera que pise la capital del Amazonas colombiano.

Don Enrique, quien suele usar unas gafas y una camisa amarilla de manga larga para cuidarse del sol, asegura que todo puede empezar en los colegios, el primer lugar en el que posan su mirada los grupos criminales interesados en ampliar sus filas. Se refiere a eso antes de decir que uno de sus colegas sabe bien lo que es tener a un hijo metido en esas cosas.

Ese compañero es don Arturo. Él relata la historia con mucho recelo, acompañado por el hijo menor que no desampara por miedo a que le vuelva a pasar lo de su hija mayor, Ana, quien con solo 13 años intentó asesinar a una compañera de colegio. El día de la elección del consejo estudiantil, llegó con un cuchillo al colegio, buscando a la niña que se la tenía “montada” desde que eran pequeñas. Se escapó en dos ocasiones de la casa, reclutada por grupos criminales que tienen los ojos puestos en niñas como ella y que usan a adolescentes para hacer el trabajo de “selección”. Después de que saliera, las autoridades le recomendaron mandarla a un centro psiquiátrico.

Ahora, Ana vive en otro departamento, aislada de las experiencias que marcaron su vida el último año y también de otro problema que ha permeado a los más jóvenes en Leticia, incluida ella. El Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas en Población Escolar del Ministerio de Justicia hecho en 2022 reveló que el Amazonas hacía parte de las regiones con mayor prevalencia de consumo de cocaína, tabaco y marihuana. El departamento fue, consistentemente, en el que se registraron los mayores porcentajes de estudiantes de colegio que han visto personalmente a otro escolar vendiendo (38, 67%) o consumiendo (48,57 %) drogas en la institución o en sus alrededores, superando a Bogotá y a Antioquia.

“Eso es lo que él llegó a pensar, que no se sentía muy tranquilo allá afuera. ‘Después que cometí ese error prefiero estar acá adentro’, me dijo él. Aquí siente un poco más de apoyo”, relata don Ernesto, la pareja de Dalia y el papá de Elías, a quien ha visitado casi todos los domingos en los dos años que lleva cumpliendo su sanción y recuerda vívidamente cuando supo lo que había hecho su hijo.

La Policía hace rondas en el CAE Victoria Regia al menos tres veces al día y acompaña las visitas de las familias.

¿Fracaso o resocialización?: las alertas del sistema

En Leticia, un espectáculo se despliega a las cinco de la tarde. A esa hora, una bandada retorna al Parque Santander y hace sus rondas por el cielo amazónico. Un sonido imposible de replicar se escucha por más o menos 60 minutos y al mirar hacia arriba parece que llovieran pájaros. En ese mismo momento, en el último día de la semana, las familias de los jóvenes recluidos se han devuelto a sus casas después de las dos horas semanales de visita que les permiten.

El viaje parece ser lo de menos, lo que sigue después de una semana de comunicación a través de vía telefónica, pero las familias mantienen el secreto de la reclusión como si fuera sagrado. Los vecinos que preguntan creen que se fueron a estudiar a otro lado, buscando oportunidades, que están cumpliendo el servicio militar.

Es difícil explicar que sus hijos cometieron un error que hoy los tiene recluidos. Para algunos papás se necesitan meses antes de que se saquen “ese chip de que es como una cárcel de menores”, como explica Martín Zabala, el director del CAE. El trabajo de “sensibilizar” es lo primero que tienen que hacer los trabajadores del centro, después de un largo proceso en el que las familias se han enfrentado a una jerga judicial de la que poco entienden, a juzgados que pueden tomar meses antes de llegar a una determinación final.

Un pajarito acompaña a los muchachos que llegan al centro y tiene su nido en un arbusto.

Un pajarito acompaña a los muchachos que llegan al centro y tiene su nido en un arbusto.

¿Fracaso o resocialización?: las alertas del sistema

En Leticia, un espectáculo se despliega a las cinco de la tarde. A esa hora, una bandada retorna al Parque Santander y hace sus rondas por el cielo amazónico. Un sonido imposible de replicar se escucha por más o menos 60 minutos y al mirar hacia arriba parece que llovieran pájaros. En ese mismo momento, en el último día de la semana, las familias de los jóvenes recluidos se han devuelto a sus casas después de las dos horas semanales de visita que les permiten.

El viaje parece ser lo de menos, lo que sigue después de una semana de comunicación a través de vía telefónica, pero las familias mantienen el secreto de la reclusión como si fuera sagrado. Los vecinos que preguntan creen que se fueron a estudiar a otro lado, buscando oportunidades, que están cumpliendo el servicio militar.

Es difícil explicar que sus hijos cometieron un error que hoy los tiene recluidos. Para algunos papás se necesitan meses antes de que se saquen “ese chip de que es como una cárcel de menores”, como explica Martín Zabala, el director del CAE. El trabajo de “sensibilizar” es lo primero que tienen que hacer los trabajadores del centro, después de un largo proceso en el que las familias se han enfrentado a una jerga judicial de la que poco entienden, a juzgados que pueden tomar meses antes de llegar a una determinación final.

Uno de los dos jueces de familia que hay en Leticia, Ansur Iván Velásquez, que ya ha manejado casos de criminalidad juvenil, explica que en esa decisión influyen factores como la recomendación del fiscal y un estudio del perfil del joven que determina las condiciones en las que vive y cuáles pudieron haber sido los factores que lo impulsaron a actuar de esa forma.

“Hay que entenderlo como una sanción, pero de carácter transformador. No se trata de condenar o castigar al adolescente. Busca reconstruir al adolescente que cometió un delito, pero no como tratarlo como un adulto, sino que es un proceso de restablecimiento: volverlo un sujeto que pueda volver a la sociedad, no empujarlo sin ayudarle y volverlo nuevamente al espacio que lo volvió delincuente”, dice el juez.

Para muchos se trata de un sistema laxo. El magnicidio del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay (Centro Democrático) a manos de un sicario de 15 años imputado por los crímenes de homicidio en grado de tentativa y fabricación, tráfico, porte o tenencia de armas de fuego trajo a colación las dudas sobre la necesidad del carácter restaurativo y pedagógico del SRPA. El debate se agitó cuando ese mismo adolescente recibió una sanción de siete años para su reclusión en Bogotá.

Eso llevó a que en algunos sectores tomara fuerza un proyecto de ley que cambiaría por completo la forma en la que operan los jueces responsables del destino de los jóvenes que consuman un delito grave. La representante Piedad Correal (Partido Liberal) radicó el 21 de julio de este año una iniciativa que penalizaría como adultos a los adolescentes entre los 14 y 18 años que cometan crímenes como homicidios, secuestros, extorsiones y delitos sexuales. Mientras algunos ven con buenos ojos que se endurezcan las penas contra menores de edad en conflicto con la ley, el presidente de la Comisión Asesora de Política Criminal, el abogado Francisco Bernate, ha señalado que tanto él como sus colegas lo ven como un proyecto “inconveniente, inconstitucional y abiertamente antitécnico”.

Es un debate que no escapa a quienes manejan el CAE. Entre ellos, David Rentería, quien lleva una gran parte de su vida metido en procesos de pedagogía para jóvenes en la criminalidad y reconoce que “este trabajo no es fácil porque son chicos que han roto el contrato social”. Defiende su propuesta de educación, diferente a la de otras zonas del país, donde los números de jóvenes a los que se les impone la medida privativa de la libertad suele ser mayor.

“Es un intento de aproximar muchas corrientes pedagógicas a favor de estos jóvenes, la intención siempre es buscar el mejor camino para poder acompañar. Eso es un reto, es una propuesta inacabada, pero que nos ha dado resultados tangibles”, explica. Pero también deja claro que gran parte de su trabajo es motivar a los jóvenes a tomar mejores decisiones, incluso cuando “las voluntades escasean”.



Uno de los dos jueces de familia que hay en Leticia, Ansur Iván Velásquez, que ya ha manejado casos de criminalidad juvenil, explica que en esa decisión influyen factores como la recomendación del fiscal y un estudio del perfil del joven que determina las condiciones en las que vive y cuáles pudieron haber sido los factores que lo impulsaron a actuar de esa forma.

“Hay que entenderlo como una sanción, pero de carácter transformador. No se trata de condenar o castigar al adolescente. Busca reconstruir al adolescente que cometió un delito, pero no como tratarlo como un adulto, sino que es un proceso de restablecimiento: volverlo un sujeto que pueda volver a la sociedad, no empujarlo sin ayudarle y volverlo nuevamente al espacio que lo volvió delincuente”, dice el juez.

Para muchos se trata de un sistema laxo. El magnicidio del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay (Centro Democrático) a manos de un sicario de 15 años imputado por los crímenes de homicidio en grado de tentativa y fabricación, tráfico, porte o tenencia de armas de fuego trajo a colación las dudas sobre la necesidad del carácter restaurativo y pedagógico del SRPA. El debate se agitó cuando ese mismo adolescente recibió una sanción de siete años para su reclusión en Bogotá.

Eso llevó a que en algunos sectores tomara fuerza un proyecto de ley que cambiaría por completo la forma en la que operan los jueces responsables del destino de los jóvenes que consuman un delito grave. La representante Piedad Correal (Partido Liberal) radicó el 21 de julio de este año una iniciativa que penalizaría como adultos a los adolescentes entre los 14 y 18 años que cometan crímenes como homicidios, secuestros, extorsiones y delitos sexuales. Mientras algunos ven con buenos ojos que se endurezcan las penas contra menores de edad en conflicto con la ley, el presidente de la Comisión Asesora de Política Criminal, el abogado Francisco Bernate, ha señalado que tanto él como sus colegas lo ven como un proyecto “inconveniente, inconstitucional y abiertamente antitécnico”.

Es un debate que no escapa a quienes manejan el CAE. Entre ellos, David Rentería, quien lleva una gran parte de su vida metido en procesos de pedagogía para jóvenes en la criminalidad y reconoce que “este trabajo no es fácil porque son chicos que han roto el contrato social”. Defiende su propuesta de educación, diferente a la de otras zonas del país, donde los números de jóvenes a los que se les impone la medida privativa de la libertad suele ser mayor.

“Es un intento de aproximar muchas corrientes pedagógicas a favor de estos jóvenes, la intención siempre es buscar el mejor camino para poder acompañar. Eso es un reto, es una propuesta inacabada, pero que nos ha dado resultados tangibles”, explica. Pero también deja claro que gran parte de su trabajo es motivar a los jóvenes a tomar mejores decisiones, incluso cuando “las voluntades escasean”.

Es un reto, una propuesta inacabada, pero nos ha dado resultados tangibles”, dice el formador David Rentería, quien defiende la apuesta pedagógica del centro.

Los otros futuros posibles para estos muchachos

“Lo que me gusta es trabajar en cosechar sembríos y todo eso. Yo siempre lo hacía, desde cuando era pequeño. Y acá ya tengo como dos plantas, una de medicina y una decorativa, que es una mata millonaria”, relata Elías, que tiene planeado comenzar un técnico de agricultura en el SENA.

Horas antes de que hablara con El Espectador, estaba en un terreno al que él y sus ocho compañeros van cada 15 días para sembrar: la “Granja Munay”. El sol pega fuerte, hace que los 29°C parezcan 33°C, y los carros en los que salen, puntuales a las 8:00 a. m., están escoltados por la Policía. Al menos una hora después de llegar, ya están sudados, cansados por el calor y se esconden bajo la sombra de los árboles. Buscan la rama con el cacao del mejor color, lo abren a golpes y se lo van comiendo mientras terminan.

Tratan de distribuir las eras para que entre ellas no se confundan las semillas y recolectan en una bolsa plástica los gusanos que guardan para el pajarito que los acompaña todos los días. Ponen palos de madera tan altos como ellos para que ningún animal grande pueda entrar al terreno al que van cada dos semanas para saber cómo van las plantas.

“Uno se dedica a sembrar una era con lo que más le gusta a uno. Algo que uno diga uf, usted creció, ¿sí me entiende? La planta es como la vida de uno. Donde uno se dedica a sembrarlo bien, y crece bien, es su esfuerzo”, dice Daniel, otro de los muchachos que cumple una sentencia de reclusión.

"Acá en Colombia muchas veces nos da pena hablar de estos procesos, porque no tenemos la capacidad de decir 'demos una segunda oportunidad'", cuenta Susana, líder del SRPA en el Amazonas.

Lo que quieren en el centro es motivarlos. Cuando un joven llega allí por primera vez, los formadores comienzan a buscar esos destellos de interés en cosas que los ayuden a imaginar otro futuro posible, alejados de la criminalidad. Empiezan a jalar una pita que les permita convencerlos de que pueden ser algo más. Quienes tienen buen comportamiento pueden participar en un club de fútbol. Uno estudia Ingeniería Mecánica con la Universidad del Amazonas, otros hacen cursos en el SENA.

Los muchachos quieren cumplir las promesas que hicieron a sus familias de cambiar, de no volver a viejas andanzas. Es la misma que hacen todos los que entran, pero el índice de éxito no tiene una medición certera y el porcentaje de reincidencia es desconocido. Unos tienen la oportunidad de lograr un cambio en la sanción por buen comportamiento y pasan a una que les permita circular por los mismos lugares en los que cometieron el crimen que los hizo estar detrás de esos muros por meses. Una gran parte de los jóvenes salen cuando ya son mayores de edad y un compilado que asocie su paso por ese lugar—del que salen sin antecedentes— con su entrada al sistema penal de adultos es inexistente.

Con cada uno que deja esas paredes atrás, queda la expectativa de qué pasará: sus nombres quedarán plasmados en el mural, sus familias los recibirán, pero lo que siga después es únicamente responsabilidad de ellos. A los que terminan su proceso definitivamente tratan de vincularlos a otras medidas para hacer un seguimiento de su vida por fuera, de llevarlos a la legalidad. Pero todo eso es voluntario, solo depende de ellos, y cualquier retroceso es posible, en un departamento en el que hay un 81,6 % de informalidad, de acuerdo con el DANE.

Algunos han optado por convertirse en ingenieros, otros han llegado a trabajar en empresas de electricidad y hay quienes, proviniendo de otros lugares, decidieron quedarse en la ciudad y formar una familia. El caso más conocido es el de Bryan Wilches, hoy concejal de Leticia por el Partido Liberal, que comenzó a interesarse por representar a sus compañeros mientras estaba recluido, hace algunos años, en el mismo CAE en el que hoy Omar piensa en convertirse en una voz para los jóvenes que están allí adentro.

Omar no cree que su futuro esté claro, dice que es “incierto”. La posibilidad de salir del encierro, en el que está hace un año y seis meses, se le antoja lejana, queda tiempo antes de que pueda volver a Puerto Nariño, el municipio en el que creció y es conocido por ser accesible únicamente a través de lancha, en un viaje de dos horas desde la capital del Amazonas. Él solo entiende el presente, sabe que se tiene que levantar todos los días, hacer las cosas bien.

Hay una cosa clara para él: debe dar ejemplo. Tiene que hacerlo porque su sueño es estar sentado en el Concejo y lo que él refleje en los espacios de liderazgo juvenil a los que aspira llegar es lo que van a comenzar a pensar las personas no solo de él, sino de todos los muchachos que están recluidos en Leticia.

En los otros 25 centros que hay en Colombia hay decenas de casos similares. Allí llegan como la última opción para un sistema que tiene la meta de convertirlos en personas diferentes, pero ese no siempre es el resultado. Los métodos cambian, como los operadores de cada uno de esos sitios regados por todo el país, pero lo que resuena en las cabezas de estos jóvenes es la posibilidad de pensar que otra vida es posible.

“Nosotros somos jóvenes, necesitamos que la sociedad no piense que nosotros simplemente cometimos errores, nos discriminen y todo eso, no. (...) Estamos progresando, estamos proyectándonos en nuestras metas, nuestros sueños, ¿sí mira? Es una responsabilidad donde uno tiene que aportar, dar el ejemplo, ¿sí me entiende? No es fácil, pero yo sé que se puede”.

Todos los nombres de los jóvenes y sus familiares fueron modificados para proteger sus identidades.

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