Publicidad

“El terrorismo arrecia y se generaliza”: capitulo del libro de memorias de César Gaviria

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
César Gaviria - Especial para El Espectador
29 de septiembre de 2025 - 02:15 p. m.
Capitulo del libro de memorias del expresidente César Gaviria.
Capitulo del libro de memorias del expresidente César Gaviria.
Foto: Archivo Particular
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

El expresidente y jefe del Partido Liberal está presentando “Entrelazados”, su nuevo libro con las memorias de su paso por la Casa de Nariño y su relación con Virgilio Barco y Luis Carlos Galán. El Espectador publica un fragmento de uno de los capítulos de la nueva obra.

El terrorismo arrecia y se generaliza

El 19 de agosto de 1989, al día siguiente del magnicidio de Luis Carlos Galán, poco después de los asesinatos del magistrado Carlos Ernesto Valencia y del coronel Valdemar Franklin Quintero, comandante de la Policía de Antioquia, el presidente Barco expidió el Decreto 1830. Con esa medida estableció la extradición por vía administrativa, eliminó su aprobación por la Corte Suprema de Justicia y permitió hacer allanamientos sin orden judicial. La respuesta de los narcotraficantes fue inmediata y demoledora porque en cuestión de días detonaron 88 bombas en Cali, Medellín, Cartagena, Barranquilla, Pereira y Bogotá.

Dos semanas después, el sábado 2 de septiembre de ese año, un carro bomba destruyó gran parte de las instalaciones del diario El Espectador. La explosión voló el techo del edificio, destrozó la entrada principal y afectó gravemente la producción del periódico. Sin embargo, algunas áreas quedaron intactas, lo que permitió continuar con la edición del día siguiente, que salió a la calle con un titular desafiante: “Seguimos adelante”. Ese mismo día, seis sujetos armados incendiaron la casa de veraneo de la familia Cano en una isla privada en las islas del Rosario cerca de Cartagena.

Lamentablemente, el terror siguió. El 3 de octubre fue asesinado el obispo de Arauca, monseñor Jesús Jaramillo Monsalve. Luego, el 16 de octubre, una bomba destruyó las instalaciones de Vanguardia Liberal en Bucaramanga, el principal medio de comunicación de Santander, bastión de la lucha contra Escobar, Los Extraditables y el cartel de Medellín. Su principal socio y director, Alejandro Galvis Ramírez, era un hombre de carácter, coraje y fuerte liderazgo. Sin duda, el más destacado de los empresarios de prensa escrita en Colombia. Había construido un verdadero emporio de diarios, cada uno con un fuerte contenido local, guiado por principios de independencia, orientación liberal y veracidad. Enfrentó estos tiempos adversos con fe y determinación. Yo era su socio en La Tarde de Pereira.

El 29 de octubre, el periodista Jorge Enrique Pulido fue víctima de un atentado que, esta vez, resultaría fatal. Poco después de terminar la emisión dominical de Mundo Visión, el noticiero que dirigía, y de desear suerte a la selección Colombia en su partido frente a Israel, salió del canal acompañado por la presentadora María Ximena Godoy. A la 1:45 de la tarde, mientras recorría una ruta habitual en su vehículo por la calle 23 con carrera 9.ª de Bogotá, un sicario a bordo de una motocicleta disparó contra él con una pistola automática. Su acompañante fue alcanzada en una pierna. Ambos fueron trasladados de urgencia a la Clínica del Seguro Social. Pulido entró en coma y, pese a una cirugía en la que le fue extirpado un pulmón, no logró sobrevivir.

Tal como relató Semana, el asesinato no fue un hecho aislado ni repentino. En mayo de ese mismo año, su oficina ya había sido blanco de un atentado con explosivos, justo después de que viajara a Neiva a entrevistar a la madre del asesinado ministro Rodrigo Lara Bonilla. Su gesto buscaba rendir homenaje a quienes encarnaban la dignidad en medio del miedo. Las amenazas se multiplicaron, y luego vendría la bomba. El 29 de octubre, los disparos.

Pulido, con un estilo periodístico que algunos consideraban melodramático, había pasado inadvertido para muchos como blanco del narcotráfico. Sin embargo, su voz se había vuelto una de las más persistentes y valientes contra las mafias. En su espacio televisivo Canal Abierto, dedicó más de una veintena de programas a denunciar el flagelo de las drogas: desde el tráfico y el consumo hasta las secuelas sociales de la adicción. Lo hacía con imágenes inéditas que le facilitaban agentes de la DEA, incluso en medio de operaciones encubiertas. Esto lo puso en la mira de los violentos.

Después del asesinato de Luis Carlos Galán, Pulido fue de los pocos periodistas que regresaron al tema una y otra vez. En octubre de ese año transmitió un especial titulado “Galán vive”, en el que incluyó la voz del líder liberal pronunciando una de sus frases más recordadas: “Los únicos enemigos son los que utilizan el terror y la violencia para acallar al pueblo colombiano”. Y reforzó el mensaje con imágenes del funeral de Galán y denuncias directas contra el “superestado” criminal que se había formado en el país, compuesto por narcotraficantes y sus cómplices en sectores del poder.

Semana registró el impacto de su muerte como parte de un clima de terror que no daba tregua. Al día siguiente, mientras Colombia celebraba su clasificación al Mundial de Italia, tres bombas estallaban en Bogotá. Pocos días después, la magistrada María Elena Espinosa era asesinada en Medellín. El país vivía una ofensiva sin precedentes contra jueces, periodistas y líderes políticos. La muerte de Pulido no fue solo el acallamiento de una voz incómoda. Fue otra señal de advertencia, otro grito ahogado en medio de un país cada vez más sometido por el miedo.

El 27 de noviembre de 1989 el país se estremeció con una noticia aterradora: un avión de Avianca explotó en pleno vuelo y causó la muerte de las 107 personas a bordo. El atentado fue atribuido de inmediato a Pablo Escobar y a Gonzalo Rodríguez Gacha, “el Mexicano”. La sospecha era clara, el blanco del ataque era yo, el candidato presidencial del Partido Liberal.

Durante aquellos días convulsos, la seguridad era una preocupación constante. Mi equipo de escoltas había reservado cupo en aquel vuelo, pero por razones de logística su itinerario cambió apenas dos horas antes del despegue. Era una práctica común que, por seguridad, utilizara nombres anónimos al viajar. Sin embargo, en ese momento ya había dejado de volar en aviones comerciales. No fue una decisión tomada por temor, sino por una situación que se había vuelto insostenible porque cada vez que abordaba un vuelo comercial, especialmente de Avianca, muchos pasajeros bajaban del avión por miedo a un atentado. Esa actitud afectaba mi movilidad y generaba un problema para los pasajeros y la aerolínea. Ante esa realidad opté por medios de transporte privados.

Con los años, nuevas pruebas y testimonios confirmaron lo que en su momento se sospechaba. Virginia Vallejo, Carlos Alberto Oviedo, John Jairo Velásquez, alias “Popeye”, e incluso Juan Pablo, el hijo de Escobar, aportaron detalles cruciales alrededor de la planificación del atentado. En mayo de 1995, la revista Semana publicó fragmentos del libro Mercaderes de la muerte, del periodista Édgar Torres, que despejaba cualquier duda sobre el verdadero objetivo del ataque: querían eliminarme.

“Háganle a lo de Gaviria”

El atentado contra el avión de Avianca fue una de las pruebas más duras que enfrenté durante mi campaña. Saber que estuve tan cerca de ser una de las víctimas y ver la magnitud del daño causado reafirmó mi convicción de que el país no podía seguir sometido al terror del narcotráfico. La violencia no nos doblegaría y, por el contrario, me dio más razones para seguir adelante en defensa de la democracia y del Estado de derecho.

Pero la pregunta de fondo en este doloroso momento era ¿cómo lograron hacerlo? A lo largo de noviembre de 1989 sabía que estaba en la mira de la mafia. Mientras recorría el país en una campaña marcada por el luto y la indignación, en Puerto Triunfo la cúpula del cartel de Medellín se reunía nuevamente para decidir el curso de su guerra contra el Estado. Pablo Escobar, el Mexicano, Gerardo “Kiko” Moncada, Albeiro Areiza y otros de sus lugartenientes estaban allí, escuchando los reportes de sus sicarios. Aquella noche se supo que la conversación tomó un rumbo distinto: “Háganle a lo de Gaviria”, fue la orden que cambió todo. Hablaron de dinamita, de escondites, de la logística para traer explosivos desde Ecuador y de cómo almacenar nueve toneladas en una bodega de Bogotá, listas para usarlas en su guerra de terror.

Para la mafia era claro que yo había heredado la candidatura de Galán, el hombre al que el cartel había visto como su peor enemigo por como los enfrentó desde sus inicios en la política, cuando en 1982 bloqueó el intento de Escobar de colarse en las listas del liberalismo antioqueño. A través de Iván Marulanda, su hombre de confianza en Antioquia, Galán envió una carta a Jairo Ortega, jefe del movimiento local, en la que exigió retirar de sus listas el nombre de Escobar. “No podemos aceptar la vinculación de personas cuyas actividades están en contradicción con nuestras tesis de restauración moral y política del país”, decía el mensaje de Galán, pero Escobar encontró otro camino hacia el Congreso de la mano de Alberto Santofimio con su Movimiento de Renovación Liberal.

Pronto, mi campaña tomó una fuerza inesperada. El país estaba conmovido y mi candidatura creció rápidamente. La mafia lo sabía. Desde su escondite, Escobar y sus socios me veían como la continuidad de la guerra sin cuartel que le había declarado el gobierno de Barco. En sus reuniones, los criminales decían que yo representaba el continuismo de Barco, la misma política que los tenía acorralados. Tenían que sacarme del camino.

En la reunión de Puerto Triunfo, después de una hora de discusión, decidieron poner “una bomba en el avión”. Sabían que un ataque con sicarios sería difícil porque mi esquema de seguridad era férreo. Optaron por lo que consideraron un método infalible: un atentado masivo que acabara con mi vida y, de paso, con cualquier otra persona que estuviera en el vuelo.

No fue la única orden de muerte que salió de esa reunión. También planearon un atentado con carro bomba contra el expresidente Belisario Betancur. En este punto de la historia, la rivalidad entre Escobar y Rodríguez Gacha era evidente. Escobar comenzaba a notar que muchos de sus atentados fracasaban, mientras que los del Mexicano resultaban exitosos. La competencia entre ellos no era por poder, era por demostrar quién podía sembrar más terror en el país.

Yo desconocía los detalles de esos planes, pero sabía que mi vida estaba en riesgo. La sombra de la violencia me perseguía a cada paso, y la campaña, que había comenzado como un acto de esperanza, se había convertido en un desafío a la muerte.

En aquellos días oscuros de finales de 1989 la muerte me rondaba de una manera que helaba la sangre. La orden ya estaba dada. Según contó Édgar Torres en su libro, después del cónclave de la mafia en Puerto Triunfo, mi nombre fue escrito con tinta indeleble en la lista de objetivos del cartel. No era solo una amenaza: para hombres como Memín, mi asesinato se convirtió en una obsesión.

Lo que siguió fue una coreografía siniestra. Memín viajó a Bogotá, rastreó mi agenda pública, la comparó con los movimientos del Partido Liberal y decidió seguirme a Cali. Pensó que los controles allí serían más laxos, que el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón le daría una ventaja. Pero se equivocó. No logró corromper a nadie, no encontró resquicios en la seguridad. Tuvo que regresar a Medellín con las manos vacías, sabiendo que la única alternativa viable sería intentarlo en Bogotá.

Desde entonces, cada desplazamiento mío estuvo marcado por la zozobra. Cada terminal aéreo, cada mitin, podía ser el escenario final. Años después supe que durante esas mismas fechas, con meticulosa paciencia, fabricaban una bomba. La ensambló Carlos Mario Alzate, alias “Arete”, en el comedor de su apartamento, como quien prepara una trampa delicada. La bomba iba oculta en un maletín elegante, negro, con una vena roja. Era una obra de precisión: cinco kilos de dinamita, un sistema de activación impecable, diseñado para no fallar.

El plan incluyó la selección de un joven —al que llamaron “el Suizo”—, entrenado para morir sin saberlo. Lo reclutaron en las comunas, lo deslumbraron con ropa nueva y promesas pequeñas. Le entregaron un maletín idéntico al del atentado y le enseñaron a activar el interruptor, supuestamente para grabar una conversación. Nunca le dijeron que esa acción terminaría con su vida y la de cerca de cien personas.

El lunes 27 de noviembre, Memín y su cómplice llegaron al aeropuerto Eldorado. Compraron boletos con nombres falsos y ubicaron los asientos sobre los tanques de combustible. En el último momento, Memín fingió olvidar algo, dejó al muchacho con la bomba y cambió su vuelo. El joven abordó sin sospechar que era un instrumento en una tragedia escrita desde antes. A las 7:13 de la mañana el vuelo 203 de Avianca despegó rumbo a Cali. Minutos después, en el cielo despejado de Soacha, una explosión lo convirtió en una bola de fuego. Nadie sobrevivió, 107 personas murieron. Yo no estaba a bordo.

Salvado por el destino

Esa mañana, sin saberlo, escapé de la muerte por un giro mínimo del destino. No fue la primera vez, pero sí una de las más estremecedoras. Me salvé, pero el peso de las vidas que se perdieron no ha desaparecido. Fue un crimen brutal, cobarde, sin justificación alguna. Durante años, la verdad fue sepultada entre rumores, errores judiciales y silencios cómplices. A veces, parecía que la historia quería olvidar lo ocurrido.

Pero no se puede olvidar. No se debe olvidar. Aquel atentado no solo buscaba matarme. Quería doblegar al Estado, silenciar la democracia, frenar el rumbo que habíamos tomado. No lo lograron. Aquel día, en medio del horror, también quedó claro que no podían detenernos con bombas. Hoy, más de tres décadas después, todavía hay preguntas sin responder, responsables sin castigo, familias sin consuelo. Pero hay algo que permanece: el compromiso de seguir construyendo un país en el que la vida valga más que el miedo, donde ningún crimen quede sin memoria, y la historia, por dolorosa que sea, sea contada completa.

Días después de aquella tragedia, el 6 de diciembre, Bogotá volvió a estremecerse bajo el peso del terror. Un bus, cargado con dinamita estalló frente al edificio del DAS en el centro de la ciudad, abrió un cráter de varios metros y causó escenas de destrucción que jamás olvidaré. Cerca de un centenar de muertos y decenas de heridos dejó la barbarie, en una jornada calificada como el coletazo.

Todo ocurrió a las 7:33 de la mañana, una hora en la que la ciudad bullía con su actividad cotidiana. El blanco era el general Miguel Maza, director del organismo de seguridad. Su oficina, ubicada en el noveno piso del edificio, quedó semiderruida por la onda explosiva. No era la primera vez que se libraba de un atentado: meses atrás casi lo mata un carro bomba en plena carrera séptima.

Esta vez, el oficial sobrevivió gracias al blindaje que protegía su despacho. Aun así, muchos locales comerciales del sector de Paloquemao fueron arrasados. Recuerdo en especial la Ferretería Rodríguez, cuyo dueño y su familia murieron sepultados bajo las ruinas. Tenían la costumbre de abrir puntuales a las 7:30 de la mañana, pero aquel miércoles los sorprendió la tragedia. El edificio del DAS perdió casi toda la fachada oriental. En los sótanos, milagrosamente, algunos detenidos sobrevivieron, incluidos sindicados por el asesinato de Luis Carlos Galán. Ocho funcionarios del DAS perecieron en el atentado. Varios edificios aledaños, como el del Departamento Administrativo de Tránsito y Transporte (DATT), sufrieron daños enormes. Lo mismo ocurrió en los juzgados de Paloquemao, donde decenas de despachos judiciales quedaron destruidos, y con ellos, cientos de expedientes en curso.

Los cálculos de pérdidas económicas fueron escalofriantes: se habló inicialmente de diez mil millones de pesos, de entonces. Al daño material se sumó el dolor de las familias y la angustia de sobrevivientes que tardarían años —algunos toda una vida— en recuperarse del trauma. Tiempo después, el Consejo de Estado falló en contra de la nación por no haber tomado las precauciones necesarias y condenó al DAS a pagar millonarias indemnizaciones a decenas de víctimas. Para mí, aquel dictamen resumió la vergüenza de que la propia sede de la seguridad del país cayera tan fácilmente ante el terror.

Media hora después del atentado, el presidente Barco recibió la noticia en Tokio luego de que el ministro delegatario, Carlos Lemos, lo pusiera al tanto. A las 8:30 de la mañana fue convocado un Consejo de Seguridad para analizar la situación, aunque en términos de acción inmediata no había mucho más por hacer porque la ofensiva del gobierno contra los carteles ya estaba en marcha.

Mientras el Consejo de Seguridad se reunía, las cadenas radiales leyeron un comunicado de Los Extraditables, que expresaban con cinismo su alegría por la reciente votación en la Cámara de Representantes, en la que había sido aprobada la posibilidad de que la ciudadanía decidiera, mediante referendo, sobre la extradición de narcotraficantes.

Uno de los puntos más alarmantes del comunicado era la condición que establecían para detener la guerra: que el Senado confirmara definitivamente que el pueblo colombiano sería su juez. La mafia había pasado de desafiar al Estado con violencia a intentar influir directamente en sus instituciones, utilizando el miedo como arma principal.

Esa noche, el presidente Barco revisó su discurso y lo envió vía fax a Lemos Simmonds para asegurarse de que estuviera alineado con la gravedad de los hechos. Finalmente, el mensaje fue transmitido por televisión nacional: “No lograrán vencernos. Estamos y continuamos en la lucha (...) No vamos a permitir que caigamos bajo la tiranía sangrienta de los narcoterroristas”.

Pero mientras el Ejecutivo mantenía su postura firme, la realidad política era más incierta. Según Semana, la ofensiva gubernamental enfrentaba obstáculos en el terreno militar —donde incluso los cercos más estrictos contra los carteles habían fallado— y, en el frente político, Barco no contaba con el respaldo incondicional del Partido Liberal, y el resultado de la votación en la Comisión Primera del Congreso así lo demostraba. La Cámara de Representantes había aprobado un referendo que permitiría a los colombianos decidir sobre la extradición, a pesar de que este requería un proceso constitucional más riguroso. Fue una muestra clara de que muchos parlamentarios, incluso dentro del partido de gobierno, actuaban bajo una mezcla de miedo y complicidad. Dicha actitud obstaculizaba la lucha contra el narcotráfico y profundizaba la crisis institucional del país. Por el lado de Los Extraditables, su determinación no flaqueaba. Sus atentados habían alcanzado niveles de violencia sin precedentes en la historia de Colombia, comparables a los actos de grupos extremistas internacionales. La pregunta que surgía en ese momento era si los carteles actuaban desde una posición de fuerza o si, acorralados, estaban desplegando su violencia como una reacción desesperada para sobrevivir.

El gran reto de las autoridades era contener el coletazo del terrorismo antes de que la ciudadanía comenzara a perder la confianza. Si la población, que hasta ese momento apoyaba la ofensiva gubernamental, empezaba a ceder ante el miedo y la desesperanza, el terreno ganado en la lucha contra la mafia se diluiría rápidamente.

El gobierno de Virgilio Barco tomó una decisión sin precedentes en la historia de Colombia: declarar la guerra total contra el cartel de Medellín. Ya no se trataba de medidas de seguridad o reformas legales; esta vez, el Estado entraba en combate directo contra la mayor organización narcoterrorista del país. Barco estableció la extradición por vía administrativa y con ello eliminó los vacíos legales que les habían permitido a los capos evadir la justicia internacional. Ordenó el secuestro de bienes pertenecientes a la mafia e implementó la detención preventiva de sospechosos sin necesidad de cargos judiciales. Era un golpe frontal contra la estructura financiera y operativa de los carteles.

La respuesta del Estado fue contundente. En un solo operativo, el Ejército detuvo a más de 3.000 personas en una oleada de 207 allanamientos simultáneos en todo el país. Mientras tanto, la Policía llevó a cabo otros 298 operativos y encarceló a más de 10.000 sospechosos vinculados con actividades de narcotráfico y terrorismo.

Una de las decisiones más contundentes fue la creación del Bloque de Búsqueda, una unidad élite cuya única misión era cazar a los principales capos del cartel de Medellín. Bajo el mando del coronel Hugo Martínez Poveda, junto con los mayores Danilo González, Hugo Aguilar y Orlando Riaño Vanegas, el Bloque estaba compuesto por 450 hombres de la Policía y el Ejército, reforzados con 50 agentes de inteligencia.

La estrategia era clara: descabezar al cartel, eliminar su capacidad de operar y llevar ante la justicia, o a la tumba, a los hombres más peligrosos de la organización criminal.

La pelea por la reforma constitucional

Nada en política es más frágil que un romance. Las alianzas pueden florecer en un instante y romperse con la misma rapidez. Lo vi de cerca cuando los conservadores decidieron retirarse intempestivamente de la Comisión Primera del Senado, justo cuando la reforma constitucional estaba en su etapa final. Fue un acto sorpresivo, pero no imprevisible. Durante meses, el liberalismo y el conservatismo habían mantenido un frágil equilibrio en la discusión de la reforma, avanzando a tropezones y con una luna de miel breve pero fructífera. Sin embargo, el acuerdo se rompió cuando los conservadores alvaristas, que hasta entonces habían estado del lado del gobierno, decidieron sumarse a los pastranistas, en un acto de rebelión contra lo que llamaron “actitud impositiva” del partido de gobierno.

En su edición de la semana siguiente, Semana describió el episodio como una ‘pelea de novios’ entre liberales y alvaristas, subrayando que el detonante de la ruptura había sido el debate sobre si el referendo constitucional debía ser votado como una unidad indivisible, como proponía el liberalismo, o por temas separados, como querían los conservadores. Sin embargo, como bien lo señaló la publicación, el malestar entre ambas bancadas estaba en gestación desde antes.

El martes anterior, en una reunión en el apartamento de Álvaro Gómez, los conservadores alvaristas y los liberales habían llegado a un acuerdo: los temas del referendo debían ser definidos dentro del texto de la reforma y no dejarse a discreción de una comisión parlamentaria. En esa reunión participaron figuras clave como Federico Estrada Vélez, Zamir Silva, Hugo Escobar Sierra y Rodrigo Marín Bernal. Se estableció un temario que parecía contar con consenso: circunscripción especial, voto obligatorio, vicepresidencia de la República, refrendación del acto legislativo y creación de provincias y departamentos especiales.

Con ese acuerdo en mano, todo indicaba que la reforma avanzaría sin sobresaltos. En solo dos días la comisión aprobó los 84 artículos del proyecto de acto legislativo. Hubo acuerdos en puntos fundamentales, como el desmonte de la paridad en la justicia, el establecimiento del referendo y la Asamblea Nacional Constituyente como mecanismos de reforma constitucional. Pero el jueves las tensiones explotaron cuando sería aprobado el parágrafo transitorio sobre los términos del referendo.

Semana analizó en detalle cómo la revelación del acuerdo entre el gobierno y el M-19, que incluía la circunscripción especial, hizo que los conservadores reconsideraran su apoyo a la reforma. Hasta entonces, muchos congresistas no habían dimensionado políticamente lo que significaba esa concesión. Cuando la prensa publicó cifras según las cuales el M-19, con 100.000 votos, podría obtener hasta ocho senadores, el debate se tornó explosivo. Para los liberales, la aprobación del acuerdo era un compromiso ineludible con la paz. Sin embargo, algunos dentro del partido, como el mismo ponente, Federico Estrada Vélez, consideraban que el gobierno había sido demasiado generoso. Entonces propuso establecer un límite de dos senadores y cuatro representantes para el M-19, algo que inicialmente fue discutido con los alvaristas.

Para los pastranistas, el asunto era inaceptable. Héctor Polanía sostuvo que permitir la entrada del M-19 al Congreso con condiciones especiales abriría la puerta para que otros grupos armados siguieran el mismo camino. Según él, las Farc obtendrían 15 curules, y el EPL y el ELN tres cada uno. La sesión del jueves avanzó en un clima tenso, pero la verdadera crisis llegó cuando, sin previo aviso, los liberales aprobaron la inclusión de la elección de vicepresidente en el referendo. Para los alvaristas era una traición a los acuerdos alcanzados el martes. Enfurecidos, se retiraron del recinto en señal de protesta.

Para el gobierno, la situación era crítica. Faltaban horas para la firma del Pacto Político con el M-19, y la aprobación de la reforma era esencial. En un acto de disciplina política sin precedentes, los once senadores liberales de la Comisión Primera lograron aprobar el proyecto sin la presencia de los conservadores. El ministro de Gobierno, Carlos Lemos Simmonds, intentó restarle importancia al incidente y lo describió como “cosas de la democracia”, pero el malestar entre los conservadores quedó latente. Aun así, en cuestión de horas, el gobierno logró una reconciliación temporal con los alvaristas y la reforma siguió su curso. Pero todos sabíamos que cualquier otro desacuerdo político podría reavivar las tensiones.

La reforma constitucional no fue la única sorpresa de esa semana. También se hizo público el contenido completo del acuerdo de paz con el M-19, lo que generó reacciones inesperadas. A lo largo de las negociaciones, Rafael Pardo, alto comisionado para la paz, desempeñó un papel fundamental. Su gestión fue clave para que el proceso llegara a buen término, logrando un equilibrio entre las exigencias del gobierno y las expectativas del M-19.

El acuerdo iba mucho más allá de la circunscripción especial para el Congreso. En 16 páginas se detallaban compromisos en política socioeconómica, participación ciudadana y hasta el tratamiento del narcotráfico. Entre los puntos más relevantes estaban:

  • Planeación participativa: permitir que las comunidades incidieran en el desarrollo regional.
  • Política de ingresos y salarios: una propuesta que, aunque populista, desafiaba la política económica tradicional del país.
  • Participación de los trabajadores en las utilidades de las empresas: una idea similar a la promovida por Virgilio Barco, pero con riesgos para la inversión extranjera.

Sin embargo, el punto más polémico fue la creación de una comisión independiente para estudiar el fenómeno del narcotráfico. Lo curioso era que, aunque el gobierno no se comprometía a aceptar sus recomendaciones, sí permitía que los comisionados dialogaran con narcotraficantes. Para muchos, era una contradicción. El mismo gobierno que se negaba a negociar con los carteles estaba abriendo una vía indirecta de diálogo. La controversia apenas comenzaba y, como anticipábamos, la discusión se extendería por semanas.

Pero lo cierto es que sin la gestión de Rafael Pardo la firma del acuerdo con el M-19 no habría sido posible. Su capacidad para tender puentes entre el gobierno y los exguerrilleros fue fundamental para consolidar el pacto, convirtiéndolo en el primer gran proceso de paz exitoso en la historia reciente de Colombia. Esa noche, en la firma del acuerdo de paz con el M-19, las imágenes lo dijeron todo. En la misma mesa donde se sentaba el expresidente Julio César Turbay también estaban los exguerrilleros que una vez fueron sus enemigos.

El pacto fue firmado con el lema ‘Todo sea por la paz’. El tiempo diría si el país estaba preparado para lo que vendría después.

Frustrado atentado en diciembre

El peligro era una constante en mi campaña presidencial. Había aprendido a moverme con precaución, a confiar en mi equipo de seguridad y a seguir adelante a pesar de las amenazas. Sin embargo, nunca supe, hasta tiempo después, que en diciembre de 1989 estuve a punto de ser asesinado en Pereira. El Noticiero TV Hoy reveló que un exguerrillero del M-19, contratado por el cartel de Medellín, había sido enviado a ejecutar el atentado. Lo tenía todo preparado, pero en el último momento se arrepintió. “Pensé en el país y en el buen gobierno que él había prometido”, confesó en la entrevista.

Según su testimonio, el plan inicial consistía en un ataque con francotiradores durante una manifestación en la Plaza de Bolívar de Pereira. Si eso fallaba, la segunda opción era un bus-bomba, similar al que en enero de 1990 fue armado en Medellín por Los Extraditables con más de 100 kilos de dinamita en su interior. El encargado de la operación era John Jairo Arias Tascón, alias “Pinina”, uno de los jefes de sicarios más temidos de Escobar, quien reclutó al exguerrillero. Al final, el hombre decidió no apretar el gatillo. En sus palabras: “Pensé en el futuro del país y en mi familia. También en las muchas cosas que podía desencadenar la muerte del líder liberal”.

Tiempo después, cuando ya era presidente, este hombre se entregó al DAS y se acogió al Decreto 2047 que otorgaba perdón judicial a narcotraficantes y terroristas que colaboraran con la justicia. Su testimonio fue crucial para entender la planeación de mi asesinato y por qué, en el último momento —quizás un golpe de conciencia— cambió su decisión. “Como yo salvé la vida de Gaviria, ahora quiero que él salve la de mi familia”, fueron sus palabras finales en la entrevista.

Pero 1989 no dio tregua y finalizó con sangre y muerte en Colombia. El 15 de diciembre, en la que se conoció como la Operación Apocalipsis, comandos de la Policía abatieron a Gonzalo Rodríguez Gacha, “el Mexicano”, junto con su hijo Freddy, Gilberto Rendón Hurtado, el número ocho del cartel de Medellín, y cuatro de sus sicarios. El enfrentamiento ocurrió en un sitio conocido como La Lucha, en jurisdicción de Coveñas, Sucre.

Rodríguez Gacha, considerado el número dos del cartel y su líder militar, era responsable de innumerables atentados y asesinatos. Su muerte representó un duro golpe para la organización criminal, pero la guerra estaba lejos de terminar.

En el frente político, no todo en diciembre de 1989 fueron amenazas y tragedias. En medio de la violencia y el terror que azotaba al país, también hubo momentos de esperanza, como la adhesión de José Pardo Llada a mi campaña, que significó una inyección de energía y optimismo en medio del caos. Él, cubano de nacimiento y colombiano por elección, era abogado, periodista y polemista que había hecho de Cali su hogar por más de 30 años. Fundador de un partido político que llegó a tener nueve concejales, con experiencia como parlamentario y embajador en Noruega, su trayectoria era amplia y diversa. Su conocimiento enciclopédico abarcaba desde Trotsky hasta Fidel Castro, pasando por la historia española, el toreo, la poesía y la música caribeña. Su adhesión fortaleció mi campaña y de paso envió un mensaje claro: nuestro proyecto político seguía sumando voces influyentes y ganando respaldo en sectores clave. En un momento en el que la violencia intentaba silenciar la democracia, su apoyo representó un soplo de aire fresco y una señal de que aún había razones para creer en el futuro de Colombia.

Las noticias internacionales también sugerían un futuro de esperanza y de mayor democracia. Un hecho que marcó la historia de la humanidad fue la caída el Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. El mundo entero observó con asombro cómo el símbolo más icónico de la Guerra Fría se desmoronaba, marcando el colapso del comunismo en Europa del Este y el inicio de una nueva era geopolítica. Durante décadas, el comunismo había sido una religión secular, una ideología que prometía la construcción de un mundo ideal en la Tierra, en lugar del cielo. Sin embargo, para 1989, su crisis era evidente. La desaparición de la Unión Soviética aún tardaría dos años en materializarse, pero la lógica del enfrentamiento entre el capitalismo y el comunismo ya no definiría el orden mundial.

Estados Unidos emergió como la potencia hegemónica y, para algunos, como Francis Fukuyama, significaba el “fin de la historia”, una afirmación que con el tiempo se demostraría exagerada. Los vientos de cambio también llegaban a América Latina. La globalización comenzó a redefinir los valores democráticos en la región y a cambiar la percepción sobre el capitalismo y el comercio. En 1989, la batalla de las ideas parecía ganada. En París, al recibir el Premio Tocqueville, el poeta Octavio Paz resumió lo que ocurría de manera brillante: “Estamos presenciando el ocaso del mito revolucionario en el lugar mismo de su nacimiento y el regreso a la democracia en América Latina”.

Este clima internacional de transformación política nos benefició. En Colombia, los vientos de democracia fortalecieron nuestro proyecto político y nos permitieron plantear una visión de país basada en la modernización, la apertura económica y el fortalecimiento de las instituciones. La caída del Muro de Berlín fue un recordatorio de que las dictaduras, sin importar su ideología, no son eternas. Y si algo nos enseñó la historia es que la democracia, con todos sus defectos y desafíos, sigue siendo el mejor camino.

a la Cámara en ‘Congreso a la mano’.

👉 Lea más sobre el Congreso, el gobierno Petro y otras noticias del mundo político.

✉️ Si tiene interés en los temas políticos o información que considere oportuno compartirnos, por favor, escríbanos a cualquiera de estos correos: hvalero@elespectador.com; aosorio@elespectador.com; dortega@elespectador.com; dcristancho@elespectador.com; mbarrios@elespectador.com ; lbotero@elespectador.com o lperalta@elespectador.com.

Por César Gaviria - Especial para El Espectador

Conoce más

Temas recomendados:

 

enriqueparra1978(84821)30 de septiembre de 2025 - 01:56 p. m.
Primero, los pobres no son los principales actores del narcotráfico. Los dineros que se necesitan para producir hoja de coca y de allí derivar en cocaína, son multimillonarios y solamente los tienen las élites del pais. No olvidemos que en libro Conexión Colombia se relata cómo nació la producción y el tráfico en Antioquia, liderado por 2 miembros de respetables familias de esa zona del pais. Después creció como imperio con la direcicón de Pablo Escobar, a quien protegieron poíticos y gamonales
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.